
Antes de que la luna llena, presumida y fanfarrona sea guarida de galgos hambrientos de amor grasiento y convierta los huesos del hortelano en pasto seco de cuervos y de serpientes, pondrá el escritor al relente su pluma astillada, mojará el cálamo de sus cosechas rotas en la sangre fértil de su fase menguante.
En aquella luna en ascenso el poeta sembró un esqueje de utopía. La simiente se la comieron los pájaros. Y perdió todo lo que con ostentación y arrogancia, vana esperanza plantó en la tierra a deshora. No brotaron sus sueños. Vástagos y tallos, yemas e injertos todo se fue al carajo.
El hortelano le dice ahora al poeta que los ajos hay que enterrarlos en luna menguante, antes de que el esplendor humillante de una luna llena entapone su savia y eche a perder la tímida fuerza de su tierna cabeza.
El brocal del aljibe embozado queda con el destello de plata de una luna llena y exuberante. Tinta e inspiración poética caen sin darse cuenta en el abismo: rastrojos de soberbia, acidez de indigestiones suculentas, cosecha de revoluciones encenagadas, letras sucumbidas, versos agusanados. Y en el agujero del aljibe camuflado por el herbor brillante caen las ínfulas de un escritor engreído que no sabe ni siquiera como ni cuando se planta un ajo.