martes, 7 de octubre de 2008

El becerro de oro



Y la vi colgada, enrollada a su cuello lleno de cicatrices. Ella besaba su cara llena de purulentos granos. Orgullosa estaba de querer lo que a todo el mundo le parecía un asco. ¿Cómo es posible que alguien pudiera querer tanta piltrafa?

Y es que aunque ella adorara sobre todas las cosas al becerro más odioso, más feo y abominable del universo, aquel hombre para la mujer sin ojos resultaba ser la belleza más sublime jamás contemplada.

Y al ver yo escena tan ridícula y desacoplada, fealdad y encanto fundidos, no me resultó repelente ni tampoco hiriente su gran abrazo enamorado, al contrario me embargó de ternura. Tampoco sentí envidia, ni celos.

Que no importa qué cosa acariciemos, qué sea, o de qué se vista nuestro irrefrenable anhelo, porque el deseo está dentro de nosotros y por nosotros mismos elaborado, al final es lo único que queda. Que lo importante no es en quien creemos, a quien amamos, ni siquiera su conquista, sino amar y creer en algo por nosotros fabricado.