
Si la muerte fuese como ese dulce paso de la vigilia al sueño, a mi no me daría cuidado morirme. Eso pensaba ayer.
Pero anoche soñé con mi padre. El dormía la siesta plácidamente. Y yo jugaba con sus zapatillas de fieltro caliente, y de colores, y holgadas. Intenté ponérmelas, pero ¡qué extraño! Siendo el pie de mi padre más grande que el mio, sus chanclas me venían pequeñas. Con todo muy cómodo yo andaba con ellas puestas. Mi padre hacía veinte años que había muerto, pero esa es la gracia del sueño que nos permite a vivos y muertos ser cómplices de lo imposible, y saltarnos las leyes naturales. En el sueño, aún sabiendo que mi padre estaba muerto, para mí estaba vivo, pero durmiendo.
Y ahora despierto es cuando digo que la muerte no la quiero, que no me caben sus zapatillas. Y aunque el morir fuese lo más parecido al reposado y tierno abrazo de Morfeo, mis pies no quieren calzar de Zánatos sus zapatos, de cordoneras y prietos, que prefiero mis sandalias de andar por casa, desnudas y livianas.
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