viernes, 25 de julio de 2008

El náufrago



El náufrago, cansado de no recibir respuesta al mensaje que tantas veces ha tirado al mar, en lugar de meter como siempre el papel escrito en la botella, decide hablarle (esta vez directamente) al vidrio. Pega sus labios en forma de embudo en el orificio de entrada, y a voz en cuello mete en la botella su desesperación desgarrada. Junto al grito introduce también su confianza manida que de tanto usarla está desportillada por sus asas de cristal, arena frágil, lágrimas de nácar. Su palabra resuena como la bocina de un barco en la negra oquedad de su vientre hundido. Luego, para que no escape la posibilidad de su rescate, cierra la botella muy fuerte con el tapón blindado de su renovada esperanza: alcanzar algún día la otra orilla. Y como último recurso guarda su palabra en la botella que lanza al vacío infinito de un océano que de nuevo calla.

Lleva muchos años anclado en este acantilado, casi más de cuarenta. Desde el mismo día que entró en razón está perdido en esta isla. Solo, sin amor, y sin dios. El náufrago no eligió venir a este mundo. Lo trajo el eco mudo de un espermatozoides perdido en el asiento de atrás de un coche de segunda mano. ¡Cuántas veces la sal y el agua derritieron sus letras! Tinta corrida, mensaje borrado. Así mil veces. Ahora tan sólo le queda al náufrago la palabra, y se la juega. Es su última apuesta.

1 comentario:

  1. La imagen es preciosa, impactante.

    Y el relato muy bueno. Se me hizo fácil ver la imagen del naúfrago dejando las palabras dentro de esa botella.

    El destino lo llevó a su particular isla.

    Precioso, amigo.
    Un beso.

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