miércoles, 23 de abril de 2008

Día del Libro


Han pasado más de diez lustros y todavía se me eriza el espinazo cuando me acuerdo de nuestro primer roce, aquel idilio que aún perdura como el aire, la savia, como la tinta que resucita la hoja de una parra virgen.

Un cosquilleo indescriptible se apoderó de mis dedos al sentir la locura de su piel tatuada de aventuras sin nombre. Su atrevimiento honesto desató mi vergüenza y me adentré en la floresta de su corazón intrépido, me perdí en la intimidad de su prometeica historia. Mis ojos eran sus palabras. Y su yelmo y su utopía fueron mis sueños. Y me olvidé del tiempo, de las toses de mi padre, de la envidia de mi hermana, de los ladridos de la calle.

Mi madre me buscó sin encontrarme por todos los rincones de la casa. Dos horas. Tres horas. Pasó el cuervo, la merienda. Y salió de la escuela en volandas una manada de gorriones en busca de rebanadas de pan con vino y azúcar.

Yo seguía sin aparecer. Hasta que el perro dio la voz de alarma.

Me encontraron en el trastero de la casa abrazado a mi libro de cabecera, don Quijote de la Mancha.

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