
Se alza mayestática sobre un trono atiborrado de lirios y azucenas, ángeles y jaculatorias. Está guapísima, no parece que sea de madera.
El coro entona ahora el introito. Un paquete de emociones, creencias, tradición, nostalgias, ideas y recuerdos cae en aluvión inesperado sobre la memoria reblandecida de una pobre mujer: la muerte de su padre, el amor de su hijo no nacido, aquella violación en la penumbra de la casa presbiteral. Los acólitos ayudan solícitos a Monseñor en su liturgia. El día está revuelto. Las nubes quieren quitarle la mitra al obispo. Hiperbólicos y enamorados requiebros de monseñor en un estilo arrogante y caracolero, distraído y arcaico. Con voz engolada no cesa de encomiar a la Virgen llamándola señora, virgen, reina y madre.
El viento de la mañana levanta por una de sus esquinas el mantel que recubre la mesa del altar, instalada al aire libre, en el jardín del parque. Y en la piedra desnuda, la mujer, arrodillada en la segunda fila de la feligresía, descubre su carne envilecida, su castidad mordida aquella noche por un clérigo que luego llegaría a Monseñor. El Obispo arremete ahora duro, envalentonado contra el aborto. La curia entera cual tropa de ocupación ha tomado el pueblo por los cuatro costados. Constantino allá desde su celestial Bizancio no cesa de sonreír conquistador y agradecido. El alcalde en nombre del pueblo entrega al obispo las arras, una corona rica en oro y pedrerías, símbolo de la fatuidad humana. Desde este parque terrenal de las palomas, antonomasia de la ciudadanía, nido y súcubo de todos los besos que este pueblo le robó al milagro de la vida, monseñor extiende su pontifical cruzada. Al abrigo de la tupida y hermosa floresta de este jardín, calvario natural para el sacrificio, el prelado, cual otro Recaredo, reza ahora su credo, como si el tiempo no hubiese pasado, el mismo de Nicea: creo en la resurrección de la carne.
Uno de los ángeles revolotea inquieto alrededor del trono de la Virgen; y le susurra compasivo a la mujer:
No llores, no va contigo, muchacha.
Es el momento orgásmico, el más cálido de la ceremonia. Monseñor con toda su emoción contenida, cual doncel enamorado, inicia la coronación canónica de la Virgen. El prelado montado en su catafalco mecánico poco a poco asciende cual electricista de lunas fundidas hasta colocarse a la altura de la cabeza descubierta de la Patrona del pueblo. Y con el miedo metido en el cuerpo, por fin consigue, cual en otro tiempo hiciera con la mujer que llora su virginidad perdida en la segunda fila, coronar a su Virgen.
Acabado el pontifical, cansada la mujer regresará a su casa con un cúmulo embarullado de deseos malogrados. Luego a la noche, para coger el sueño, se abrazará aquel hijo suyo abortado y querido.
Acabado el pontifical, cansada la mujer regresará a su casa con un cúmulo embarullado de deseos malogrados. Luego a la noche, para coger el sueño, se abrazará aquel hijo suyo abortado y querido.
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