
Erase una vez un país donde corrían tiempos de ilusión y primavera. Todos los sueños tenidos en los confines de este prodigioso lugar se cumplían al momento. Bastaba con que cualquiera de sus habitantes tuviera un sueño para que al instante deseo y realidad, como la claridad y el día, fuesen una misma cosa.
Si alguien soñaba con el agua, al momento una fuente cristalina nacía bajo sus pies, saciaba su sed, llenaba el cauce de los ríos, lubrificaba la piel de las ranas, alimentaba peces y plantas, movía ruedas de molino y pintaba de verde la campiña.
Si alguien soñaba con el aire, al instante una gran bocanada de azul transparente limpiaba sus pulmones, daba alas a los pájaros, izaba cometas y birlochas, conducía por rutas de corales a veleros de surco abierto, transmitía músicas, polinizaba el huerto y llenaba con forma de caballo alado el globo de aquel niño de la plaza.
Si alguien soñaba con el fuego, de repente el frío, las escarchas y el invierno, los temores, el temblor y las culebras, despavoridos todos, con el rabo entre las patas, se alejaban tras el cerro de los riscos, los quebrantos.
Si alguien soñaba con el barro, con la arena, por sorpresa de su vientre brotaba el trigo, los tomates, la canela, el adobe, los hijos y las horas, el hogar y la bahía.
Hasta que llegó el fatídico día en que un sueño rebelde se negó a ser estrella.
Y fue entonces que la tierra dejó de dar vueltas alrededor del sol.
Quien esto les cuenta bien sabe lo que dice. Soy un asteroides inerte y apagado en medio de la noche, calcinado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario