domingo, 29 de noviembre de 2009

Cainismo



Madre agoniza. No es vieja mi vieja. Pero cuarenta años son muchos para quien ha sufrido demasiado.

Seis de marzo. Nueve de la mañana. Enfrente del hospital, un colegio. Desde la ventana de la habitación 166 donde se desangra mi madre veo la entrada de los niños a la escuela. Despedidas cariñosas. Y de nuevo ese amor que no tuve escupe envidia endiablada sobre mi cara huérfana. Una desgracia no tener madre; pero es peor, aún teniéndola, no recibir nunca su caricia.

Perforación de intestino dice el médico. Seis troneras revientan su tripa y un líquido purulento infecta los ríos de su cuerpo. No es la peritonitis lo que a mi madre mata, es mi quijada en el pecho de su hija.

Desde el accidente de mi hermana madre se vino a bajo. Pensé que, muerta mi hermana, madre y yo... La vida termina en seis. De los ojos de mi madre surten dedos acusadores que me señalan como verdugo.

Madre siempre quiso que su hija, mi hermana parapléjica, muriese antes que ella. Nunca confió en que yo podría seguir cuidándola.

Seis años tenía también mi hermana cuando murió atropellada. Todas las tardes mientras madre limpiaba las oficinas del banco, yo paseaba el cuello retorcido de mi hermana, sus manos de al revés, su risa congelada, su baba infeliz, su cuerpo de nervios desatados, espasmos compulsivos, su tronco epidémico sin meninges. La responsabilidad de cuidar de una niña paralítica superaba mi corta edad.

No esperé a que el semáforo se pusiera en verde. Nadie supo luego si fui yo el que empujó su silla de ruedas hacia el paso de cebra para que el coche la despidiera en medio de la carretera. El vehículo que venía detrás no pudo evitar el encontronazo. Mi hermana murió en medio de la calzada. Apenas sufrió, pues vi que su eterna sonrisa congelada no abandonó su cara.

Tras la desaparición de mi hermana, madre nunca me preguntó por las causas del accidente. Tampoco vinieron los besos deseados, programados. Los besos que con tanto mimo yo sembré aquella tarde no florecieron. Hay cosas que entre una madre y un hijo sólo se dicen en el silencio del instinto, en la muda intuición clarividente de dos personas que soportan la misma carga. No fue necesario que yo le dijera a madre que mi intención era aliviar su pena, lograr que sus ojos me miraran, impedir que mi hermana nos matara. Mi hermana era el muro; y yo su pala demoledora.

Se huele a muerto en esta habitación del hospital. Oigo detrás de mí: “¡Qué guapa está tu madre, tranquila, relajada, sin esas arrugas que despierta en vida le sombreaban el alma!”.Y de nuevo la incomprensión ajena me remueve las tripas.

No puedo besar su cara. La tiene llena de tubos, de cables, de dudas. Ventilación mecánica. Consigo tocar su frente. Y le digo:
"Vive que te necesito, "yo que solamente he nacido". Tienes que darme los besos que nunca tuve, rebanadas de pan con miel, esa merienda que nunca me diste".
Las motas del sudor de su muerte se pegan en mis labios. Siento en la boca un dolor frío. Huelo a boquerones podridos. No aguanto el estertor de su agonía, su mirada lejana, indiferente, vacía de perdón y entendimiento.

Abandono la habitación y me dirijo a la capilla del hospital. La iglesia está vacía, helada, como la cara de mi madre. Miro al Cristo crucificado que cuelga de la pared principal y le grito:
"Oh Dios, yo no soy cliente tuyo, soy un fratricida; pero mi madre, sí. Estás obligado a curarla."
Vuelvo a la habitación número 166. Los ojos de madre antes de cerrarse para siempre me miran, me llaman, me besan.... y me devuelven el amor que me robó mi hermana.

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