martes, 14 de abril de 2009

El Bando de la Huerta




Las fiestas me dan cansera. Y en mi pueblo, por estas fechas, celebramos las Fiestas de Primavera. Y para que no digan que soy un pazguato sin relincho en el gollete, me arranco esta mañana para el Bando de la Huerta. Me emperifollo de lo lindo: el traje de casar ¡bien peripuesto! la corbata de lunares, los borceguíes de piel de cocodrilo, el pañuelo de seda, mis puños de encaje y una buena “rociaera” de colonia por mi cuerpo bendito. Me calo bien el sombrero en mi colodrillo desnudo. Sin descuidar la cartera en la faldriquera, por si se tercia comprar una tableta de turrón a la vuelta para madre. En ella guardo los trescientos machacantes que mañana mesmo tengo que amoquinar al tratante por los cuatro becerros que le compré por la feria. Todo el mundo me mira con recelo por ir ataviado como un novio.

La corredera por donde pasa el cortejo está de bote en bote. Todos visten con esparteñas, zaragüelles y morrales, desgreñados como yo a diario trajino por mis bancales. Después de un trecho largo, doy por fin con un portal en donde poco a poco, con empujoncitos disimulados, me hago un hueco. En una hilera de metro y medio estamos apretujados un matrimonio que huele a jabón de lagarto, un niño con sus padres empapado de orines, un hombre de unos cuarenta años que apenas se deja notar, y mi menda lerenda, estirado como una cucaña. Con el cuello engarrotado y de puntillas, a malas penas, oteo la bulla del pasacalle.

Desde lo alto de las carrozas jóvenes muchachas vestidas con la saya de mi abuela lanzan a la concurrencia tallos de gerveras y margaritas. El fragor de la multitud alborozada, vaca en celo, muge por coger una flor degollada. Jóvenes bonitas lucen sus carnes frescas, contornean el palmito al compás de una banda de música sobre un asfalto pindonguero. El padre del niño fotografía sin tregua a la reina de las fiestas, sin dejar de recalcarme el hígado con su desenfocado codo.

Harto estoy de ojear lebrillos y perolas de papel celofán, ristras de ñoras colgadas de una estaca, una gran horqueta de escayola, hasta una barraca de cartón encima de un tractor. Y más aburrido que el diablo en misa, me digo: “¡qué hago yo aquí mirando como un pelele falsificación tan mojigata y tonta, si esto lo tengo de carne y hueso en mi huerta!”

Debió suceder, cuando a una de las damas de honor, al ir a lanzar un ramo de flores al concejal de festejos, se le salió un pecho de su nido de plata. Visto y no visto. Este, repito, debió ser el momento de mi extraversión inusitada. Mis ojos se escaparon de sus cuencas en busca del busto perdido. No lo encontré, pero si perdí los trescientos euros de mis becerros. El hombre del portal, ese que no se dejaba notar, desapareció por arte de birlibirloque. Cuando fui al puesto de la jijonenca a comprar la pastilla de turrón para madre, me di cuenta de que me había birlado la cartera.

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