
Desde donde estoy, de pie frente a la ventana con mi frente pegada a los cristales fríos, no le veo la cara. Tampoco me apetece. Me lo impide el cabreo. Cuando estoy enfadado me escondo callado como un caracol ermitaño. Es represión y cobardía. En el fondo no afronto la discusión porque sé que no llevo razón. O puede que sea prudencia: hay quienes en momentos como éste, histéricos y fuera de sí, la pagan con el lucero del alba.
Dos pájaros a ritmo de rapp se limpian el pico como si lo afilaran en la lijadora de un diminuto tallo del rosal que arquea desnudo el porche de la casa. Los dos gorriones hacen como que no se conocen, pero son macho y hembra. Uno de ellos lleva una mancha oscura como una culpa, delante, debajo del cuello. Ella habla. Echa fuera el desacuerdo. Se desahoga:
“Te crees vivo porque fuiste duro con él.”Ella sabe que lo siento. Pero no la escucho. Y no parará de hablar hasta que no me de por enterado.
“Lo pasaste muy mal en tu infancia para tratar así a tu hijo ahora. Debes confiar más en él para que pierda el miedo y le salgan mejor las cosas.”Uno de los pájaros, alertado por mi confusión, vuela fuera del ángulo de mi visión encorsetada. El otro, al momento hace lo mismo. No puedo comprobar si los dos se dirigen al mismo árbol. Pero si alguien desde la calle siguiera el vuelo de los pájaros, comprobaría que se han parado en la repisa de la otra ventana, la habitación donde llora mi hijo.
Ella me conoce bien hasta el punto de saber lo que pienso en silencio, en el olvido de mis miedos de niño, que aún no se fueron. Se levanta, me da la espalda y con paso seguro se aleja. Yo me despego del cristal helado, y la sigo. Y allí mismo en el pasillo la abrazo y le doy las gracias con un beso.
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