viernes, 16 de enero de 2009

Sin oficio ni beneficio



Tenía muchos años. Y no se sentía viejo. Cuatro décadas sin mujer, con una mano delante y otra detrás, postergado, sin beneficio y hasta sin móvil. Y sin un puto euro en el bolsillo para comprar muesli para su gato.

Sin soplo no hay aire. Ni corazón sin latidos. No hay vida sin un quehacer. Puede que la razón de su vida fuese muy simple: cuidar de un pájaro, regar una flor, echar un vistazo al camino, dar una vuelta al atardecer para ver ponerse el sol y comprobar que hoy también ocurrió lo extraordinario.

Los hay sin embargo que necesitan estar superocupados para sentirse bien, estar en el centro de las grandes decisiones, tener la agenda atiborrada de compromisos. Pero la vida no es lo que hacemos. Pues los hay que hicieron muy poco y se sienten mejor que otros que levantaron pirámides o socavaron el metro.

Que el sentimiento de estar vivo no lo genera el saldo de una abultada cuenta corriente. Tampoco la consideración ajena.

El hombre cuyo oficio consistía en salir al parque y echarle pan blando a los gorriones, tenía los ojos más calmos y el corazón más joven que el ingeniero aquel que levantara las columnas de Hércules.

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