miércoles, 7 de enero de 2009

Poseidón


La ola dejó a nuestros pies una botella. A pesar de nuestra desconfianza, la cogimos con el mismo celo que un ciego agarra la mano de su lazarillo y así regresar a nuestra casa. Ya se sabe, en apuros uno se engancha a los enlucidos.

Hacía dos días que mi padre y yo habíamos encallado frente a unas rocas afiladas, un pequeño islote parecido a un erizo gigante abandonado en medio de la mar. La barca quedó agujereada. Tras una breve zambullida la perdimos para siempre. La niebla, la marejada, el fuerte viento... La patrullera del puerto no pudo venir a rescatarnos. Lo de menos era nuestra pesca perdida. Ahora se trataba de nuestra supervivencia. Ya no quedaba nada de la tortilla de patata, ni de la barra de pan con anchoas que nos había preparado madre. La primera noche la sobrepasamos con la poca leña de unos arbustos resecos. Lo peor vendría luego, si es que aquella venturosa botella que acabábamos de encontrar no ponía remedio a nuestro infortunio.

Nos costó trabajo limpiarla. Estaba toda manchada de chapapote. A fuerza de frotarla contra la arena pudimos ver un envoltorio en su interior. Con la pequeña navaja que padre siempre llevaba consigo pudimos por fin quitarle el tapón. Absortos sacamos una bolsita de plástico y dentro un pequeño papel vegetal escrito. Desconcertados leímos: ”No me lean, yo también he naufragado”, y firmaba un tal Poseidón.

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