¡Tierra extraña mi propia tierra! Tiene mi pueblo sus fronteras, como sus credos, firmes y bien guardados en un monte que llamamos Cerro del Castillo. Ciudad atrincherada por el arcabucerismo de su machungona soldadesca. Escuadras, cuarteles, tiradores, cargadores, clavarios y alabarderos al paso de la bandera. El viento que corre por sus calles huele a cal blanca, a pólvora y al frío de orejas ensordecidas, bélicas, amoratadas de sabañones. Yo soy de aquí pero me siento apátrida, un extraño, un cosmopolita, como Milan Kundera, “desgraciado en todas partes".
Y lloro por eso, porque teniendo casa no soy tribu, no tengo hogar ni ando encaprichado del azul de una dama cargada de anillos. O como dijo aquella otra escritora: “no estoy ligada a países, soy indiferente a orígenes y lazos, a viejos conceptos de suelo y estirpe, como una mosca”. Y a este sentimiento de desarraigo, de no ser de ninguna parte le agradezco el no sufrir de apegos innecesarios, ver las cosas desde la distancia de un lugareño ausente.
El destierro favorece el encuentro siempre abierto a la extrañeza y encantadora frescura de lo nuevo. La permanente referencia a nuestros orígenes nos hace servir a patrones predeterminados que aprisionan nuestro punto de mira sometiéndolo a trivialidades, intrigas, celos enredadores y pasiones inútiles. La extranjería, el internacionalismo andante, nos da la oportunidad, o al menos la sensación de ser viajeros permanentes, pero sin cargar con la penitencia de nuestro peregrinaje anclado al terruño. Destierro y desarraigo, exilio y diáspora, movimiento dilatador que junto al sistólico instinto de nuestras raíces hacen posible la vida.