jueves, 7 de agosto de 2008

La Iglesia Vieja



No por mucho caminar se llega al sitio más alejado del globo.

Dada la curvatura del espacio cuanto más me distancio del terruño donde nací, más cerca me encuentro de sus calles, de sus gentes, de aquel mi primer maestro con su porrón de tinta, de aquella niña de la que aprendí que mi corazón no es sólo un músculo.

Mi pueblo se parece a ese chicle que nada más abandonar la casa de mis padres se me pegó en la suela del zapato y del que nunca consigo deshacerme. Y es que el ir y venir cada vez son más de lo mismo. Cuanto más me alejo de mi infancia más soy aquel niño que dejé jugando en la placeta de san Cayetano.

Y es que mi caminar es un espejismo donde la partida y la llegada son un punto, un mismo lugar proyectado en la virtualidad aparente de dos planos diferentes vistos por una mente sectorizada y dicotómica.

Y si no ¿a qué viene que cuántos más años y kilómetros me separan de aquella Iglesia Vieja, más nítida y cercana la siento?

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