viernes, 31 de mayo de 2019

Una gata vestida de azafrán






Estamos en primavera. Veo en lo alto a las tórtolas entre los mástiles de los cipreses cómplices remando hacia su tálamo algodonado. La gata, abajo, contra la corteza de una vieja olivera estira sus articulaciones, se hace la manicura, se limpia las orejas con el jabón de su saliva, se atusa los bigotes, presumida frente al espejo del sol de la huerta.

Nara (de naranjita), así se llama el felino porque le puso este nombre una niña de Granada que allá por donde pasa le pone nombre a las cosas para que éstas no se pierdan por los callejones oscuros de la nada. La niña se llama Gema, tiene el tacto en su dulce mirada y en sus manos la gracia de convertir en sonrisa todo lo que toca.

La gata viste telas de oro azafrán, es elegante en su andar, sigilosa y cauta. No por ello es engreída, sino natural y sencilla, lo que le da, si cabe, más renombre a su apellido. Anda a todas horas pidiendo comida como un mendigo. Yo diría que Naranjita es por vocación humilde y pobre. ¿Acaso los animales están privados de la moral que debiera distinguirnos a los humanos? Allá donde voy, ella va detrás. Me dirijo, (nos dirigimos) ahora al pilón del pino. Después de arrancar las patatas del bancal me pide el cuerpo un vale. Donde mejor se está al mediodía es debajo de la parra. A Nara le gusta ver los pájaros, y a mí oírlos cantar, picoteando entre las uvas diminutas de los pámpanos. El gato se repantiga a mis pies, se despereza, no porque sea gandul, sino porque está cansado de verme agachar tanto el lomo.

La sombra es dulce, lleva endorfina en sus genes y adormece de placer a la gata. Yo me desentiendo de ajetreos sin motivo. Naranjita entorna la mirada, pero se resiste a dormir. Le preocupa el desahucio de la viejita de Lavapiés. No se le va de la cabeza la desaparición de la muchacha de Palma, el accidente de los tres estudiantes muertos de Vigo. Por fin cierra los ojos como no queriendo ver los que siente. Tiene sus patas delanteras, juntas, abrazadas, resguardando algo que no tiene. Su modorra la protege. Yo me contagio al ver su manera estoica de tomarse la vida, de contemplar las cosas, de afrontar las alegrías y las penas que sustentan al mundo, de no dejarse a arrastrar por los pactos políticos, los amaños pos-electorales del momento.

El instante placentero, y a la vez siniestro, por fin nos duerme a los dos. Yo sueño que soy un gato que se lame una herida que le hicieron los humanos en una reyerta tonta. Un gato vestido de azafrán tumbado sobre las ortigas y la hierba buena. Huelo a panocha tostada, a refrito de pescado. Me relamo la boca, no sé si de bienestar o disgusto.

1 comentario:

  1. Yo espero ser gato en la próxima reencarnación. En esta, para ir tomando cuerpo, vivo rodeado de gatos, pero son gatos salvajes y libres, campesinos. Se acercan de vez en cuando a sestear bajo la morera o acomes, con displicencia, algunas sobras que dejamos a su alcance. Un abrazo gatuno.

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