O. de Corti

Es duro para O. de Corti querer abrir el sonido y ver que el aire desaparece bajo sus dedos afásicos. Es duro para el pez sentirse descuartizado porque el látigo de una ola lo expulsó del caracol contra las piedras alquitranadas de un mar irrespirable. Llama a coletazos apagada por la ausencia del canto del aire.

Duro es para O. de Corti vivir en un mundo babélico y no oír nada; y al mismo tiempo sentir dentro de su cabeza el estruendo de una radio encendida a toda marcha. Corti es un poste sin hilos, un muermo, un tronco entumecido, badajo de una campana cerrada al tañido de una música monocorde y estridente. Si Corti fuera una planta, y no un atrofiado nervio, aunque fuese de plástico, por lo menos vestiría. Pero el sordo es un fantasma. Mucho menos que un fantasma. Los fantasmas asustan, sombras que nos llevan a la luz ultravioleta. Pero O. de Corti es un manojo pansido sin regeneración posible, hilos de paja mojada que no encienden ni entienden. El sordo no está callado, sino que además intimida y calla a los que le miran irrelevante, distante.

Existe lo que se oye, lo que se dice. El aire es vida, acaricia, besa y habla. Pero Corti no cuenta ni ama. Murmuran a su espalda. El sordo es desconfiado porque nadie le expende el susurro caliente de una palabra recién horneada. A de Corti como a un niño le horroriza la noche callada, y el silencio le pesa como una tumba de hierro, le quema el alma. Para el niño sordo no hay nanas que valgan, no hay sones ni flautas. El abrazo de la voz es un estallido para un corazón sin orejas. ¡Y qué contrasentido: a Corti le molesta tanto el silencio como el ruido!