Yo era la sombra del picotero asesinado.(Pálido fuego. Canto Primero. Nabokov)
Quise escribir lo que acababan de llorar mis ojos. Quería dar fe de lo mucho que me dolían mis carnes, mi corazón y mis huesos, tras la muerte de un hombre a quien yo quise. Si yo era capaz de objetivizar el luto por la pérdida de mi amigo, sacar de mí el dolor..., y proyectarlo sobre un papel escrito, con mi pena encerrada para siempre en su ataúd de arcilla, ¿me libraría de la locura que el dolor de su ausencia me producía? ¿Acaso después de muerto, seguiría andando su sombra arrastrada sin su cuerpo sobre las letras de un epitafio?
Y me asaltó de pronto la duda diciéndome: Si de hecho así lo haces, tus heridas cosificadas, encarnadas, resucitadas en tu elegía, jamás de sangrar terminarían. Decidí pues justo no escribir nada para que mis letras no continuaran alimentando congojas imperecederas. No quiero que mis escritos alimenten el cuerpo muerto de mi amigo. Quiero que descanse contento sin endecha alguna llorando su óbito eterno. Y al igual que el nicho de su abuelo, enterrado en su soledad más querida, (lo recubre una limpia lápida gris, sin fechas, ni oración siquiera) así, quisiera ver la fosa de su nieto, (mi amigo), con su nombre a secas inscrito, incondicionado por el tiempo.
Para librarme de mis pesadillas, hubiera bastado arañar esta hoja con el simple rejón, por ejemplo, de una jota. O con el alarido de unas cuantas interjecciones. O con un par de fúnebres acentos. Pero mi dolor no hubiese desaparecido. Al contrario, se hubiese perpetuado ad infinitum, al igual que aquellas tablillas de Uruk que datan de hace más de cinco mil años, y aún perduran como dioses inmortales sobre las llanuras eternas de Mesopotamia.
Aquel prestamista sumerio de los tiempos de Gilgamesh le prestó a su vecino dos bueyes para la trilla a cambio de que este le devolviera no sé cuantas fanegas de trigo tras la recolección. Un diluvio dio al traste con la cosecha, pero la factura de la deuda, reflejada quedó en la tablilla, y hasta el día de hoy aún es valedera. Y esperando está ser cobrada por aquel que en derecho esté obligado a satisfacer dicho estipendio. Un texto escrito es una deuda que no vence jamás.
Por eso esta mañana me resisto a escribir elegía alguna en memoria de mi amigo muerto. Me declaro en contra de todos aquellos que dicen que escriben para no morirse de tristeza. Una tristeza escrita puede acompañarnos por los siglos infinitos.
Y me asaltó de pronto la duda diciéndome: Si de hecho así lo haces, tus heridas cosificadas, encarnadas, resucitadas en tu elegía, jamás de sangrar terminarían. Decidí pues justo no escribir nada para que mis letras no continuaran alimentando congojas imperecederas. No quiero que mis escritos alimenten el cuerpo muerto de mi amigo. Quiero que descanse contento sin endecha alguna llorando su óbito eterno. Y al igual que el nicho de su abuelo, enterrado en su soledad más querida, (lo recubre una limpia lápida gris, sin fechas, ni oración siquiera) así, quisiera ver la fosa de su nieto, (mi amigo), con su nombre a secas inscrito, incondicionado por el tiempo.
Para librarme de mis pesadillas, hubiera bastado arañar esta hoja con el simple rejón, por ejemplo, de una jota. O con el alarido de unas cuantas interjecciones. O con un par de fúnebres acentos. Pero mi dolor no hubiese desaparecido. Al contrario, se hubiese perpetuado ad infinitum, al igual que aquellas tablillas de Uruk que datan de hace más de cinco mil años, y aún perduran como dioses inmortales sobre las llanuras eternas de Mesopotamia.
Aquel prestamista sumerio de los tiempos de Gilgamesh le prestó a su vecino dos bueyes para la trilla a cambio de que este le devolviera no sé cuantas fanegas de trigo tras la recolección. Un diluvio dio al traste con la cosecha, pero la factura de la deuda, reflejada quedó en la tablilla, y hasta el día de hoy aún es valedera. Y esperando está ser cobrada por aquel que en derecho esté obligado a satisfacer dicho estipendio. Un texto escrito es una deuda que no vence jamás.
Por eso esta mañana me resisto a escribir elegía alguna en memoria de mi amigo muerto. Me declaro en contra de todos aquellos que dicen que escriben para no morirse de tristeza. Una tristeza escrita puede acompañarnos por los siglos infinitos.
Dulce y triste relato a la vez. ¡Qué pluma!
ResponderEliminarMe maravillo ante tus disquisiciones, amigo. Abrazo!
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