Ignoro si a vosotros, a mí me ha ocurrido esta mañana recién levantado. Sin todavía tiempo para una experiencia desfavorable, suaves lágrimas brotan de mis ojos. No soy yo quien llora, es mi cuerpo el que lo hace por su cuenta. ¡Tendrá sus motivos! -digo yo. Y al ver mi cuerpo, envuelto con su barnizado llanto de aguas tristes, me contagio y solidarizo, y lo abrazo, y me dice agradecido: Noto como si yo fuera una máquina que se ha quedado sin fuel. Y necesito purgarme a base del combustible del llanto para seguir viviendo. Desahogo de un cuerpo reprimido que siente la ternura de un dolor desconocido, invisible y no, por ello, menos cruel. La inconsciencia lo hace, si cabe, más agradable o dolorido.
Salgo al jardín y veo en los ojos de una flor dos gotas de rocío. No sé si congraciarme de su belleza o llorar con ella su tristeza. Y un niño a contracorriente y aburrido, camino de la escuela, se detiene delante de la flor. Los dos, misericordes, se miran. Y como no estoy loco, no le pregunto al pequeño ni a la rosa por qué lloran... ¿o tal vez ríen? Y sin preguntar yo nada, no tardaron en responderme que ellos tampoco lo sabían. Que le preguntara a la esfinge de Tebas. Así lo hago. Y el león alado a la puertas del templo de Luxor me dice:
Aquí soy yo quien hago las preguntas. Con todo, dada vuestro confusión e interés, haré una excepción: El grado de madurez de las cosas y las personas consiste en no distinguir el llanto, de la alegría; la vida, de la muerte.Luego quise confirmar la respuesta de la Esfinge, y me dirigí al museo donde Alberto Greco exponía alguna de sus creaciones. Me paré a contemplar El niño con sombrero sentado sobre una piedra delante de la flor. Y le pregunté al artista si la flor y el pequeño Claudio lloraban o reían. Depende, -me dijo- de cómo los contemple quien los mire. Y vi su cara como si acabara de salir de una fecunda relación carnal. Y noté que mi pregunta le satisfizo sobremanera, como si él mismo quisiera que su obra siguiera alimentando la imaginación de los admiradores de su obra. No olvidemos que Alberto Greco, el poeta de lo vivo (así lo llamaban), antes de morir pintó sobre su mano izquierda la palabra Fin, y sobre la pared: Esta es mi mejor obra.
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