lunes, 9 de noviembre de 2020

Morir durmiendo



Te despiertas a las tres y media. Quizá sean los ardores de la cena. El refrito de pollo recalentado de anoche. Como un resorte te levantas en busca de alguna pastilla contra la acidez o contra la vida. No te importa ¡qué más da!

De nuevo vuelves al jergón. Aun te quedan tres horas para regozarte a pata suelta en el mar candoroso de la molicie del sueño. Es reconfortante sentir la pesadez de tus preciosos ojos. Grávido tu cuerpo agradece el reposo. Tu respiración se hace jadeante. No es de ansiedad ni angustia. Es la profundidad de tu respiración la que te libera, sacando de tu interior sapos e insomnios.

Al compás de impulsos gratificantes, te olvidas de la dureza de la peonada que te espera. Miedos, inseguridad, dudas, culpabilidad. No sabes si estás preñada. Quince horas a pleno sol y a destajo, enriñonada, plantando lechugas. Y un encargado que no para de acosarte para que te acuestes con él, si quieres seguir trabajando.

Morir durmiendo, no sería mal remedio para tu pena. Sólo aquí en el sueño te sientes segura, protegida, dichosamente asida a la soledad, tu amiga. Te acurrucas como una niña confiada, abrazada al salvavidas de tu cama, en medio de la tormenta de un campo explotador de emigrantes. Te olvidas de todo. Poco a poco te vas de ti. Te vacías por completo. Bendito el sueño reparador. Eres feliz.


No hay comentarios:

Publicar un comentario