miércoles, 6 de mayo de 2020

Siniestra carcajada



En aquella ocasión acudí al centro penitenciario para certificar la muerte de un condenado. Durante los veinte años que ejercí como forense del juzgado del Protectorado de Atilia, de las ejecuciones que presencié, jamás fui testigo de tan demencial conducta.

Por regla general las personas ajusticiadas, antes de morir, se comportan cívicamente. Todos ellos acceden al cadalso, abismados, sobrecogidos, callados y doblegados. Como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió la boca, que dijera el profeta Isaías. Menos aquel hombre descarado que quiso desafiar a la mismísima muerte.

Ante situaciones excesivamente crueles el sentido de adaptación del ser humano es increíble. Sé que algunos médicos, llevados de su buen corazón, suministran a los reclusos del corredor de la muerte sustancias tranquilizantes para que éstos pobres hombres puedan resistir el horrible trance de su ejecución. No seré yo el que juzgue tal proceder. En mi fuero interno, siempre aplaudí el hipocrático espíritu de estos compasivos colegas. Pero lo que yo contemplé aquella mañana, no se debió a ingesta de narcótico alguno.

En momentos de terrible angustia, terror y sufrimiento, nuestro mecanismo interior se desajusta, y reaccionamos desesperadamente. La actitud de aquel condenado de la penitenciaría de Atilia pienso que se debió a esta desatada explosión psicológica. La gran presión ante su inminente y fatal desenlace hizo tal vez que se comportara de manera tan disparatada.

Segundos antes de ser ejecutado el condenado me miró detenidamente. De su boca brotó una gran carcajada, dirigida directamente contra mí. Jamás me había cruzado yo con este hombre. ¿A qué pues se debió que, antes de que el verdugo pusiera el san benito sobre su cabeza, me escogiera, entre todos los que estábamos en el patio de la cárcel, como chivo expiatorio de su rabia y escupiera aquella risotada desmesurada e histriónica sobre mi cara? ¿Por qué no clavó más bien sus ojos en quien portaba la soga de su estrangulamiento?

Luego como era mi deber, tras el cumplimiento de la sentencia, piadosamente me acerqué a su cuerpo desplomado. Puse mis dedos índices y corazón sobre su yugular para comprobar y certificar así su muerte. Noté al instante que por mi mano subía un flujo ardiente que como descarga se extendió por todo mi cuerpo.

Hace de aquello más de cinco años. Debido precisamente a aquel fuerte impacto pedí la excedencia de mi oficio de forense. Todavía ahora me pregunto el por qué de aquella carcajada perturbadora. ¿Qué es lo que aquel hombre inocularía en mi alma? ¿Acaso él creería que se iba a escapar de mi veredicto sobre su defunción y fallecimiento?

A día de hoy sigo sin encontrar respuesta al sinsentido de aquel ajusticiado que con su siniestra y sarcástica carcajada quiso desafiar a su muerte. Desde entonces me siento fatal. Mi vida va dando tumbos. No encuentro mi destino. Envidio a todos aquellos que piensan que, cuando la vida se hace imposible, la muerte es una bendición. Por desgracia yo también, al igual que aquel hombre temerario del protectorado de Atilia, he perdido el sagrado respeto que la muerte se merece. ¡Y así me va! No encajo en ningún sitio!

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