viernes, 15 de marzo de 2019

Asamblea de Barrio



No hay cerrojo tan formidable como el que nos presenta el infinito cuando se abre.
(Víctor Hugo) 


No sé por qué le pusimos el nombre de Forja. Tal vez por el férreo, incandescente y empeño colectivo que todos pusimos en su realización. De haber leído El hombre que ríe de Víctor Hugo, a lo mejor le hubiésemos llamado a la operación Cerrojo Formidable. Dos horas antes, como reos en capilla a la espera de su momento más trágico, las cuatro personas que habíamos sido elegidas para llevar adelante el asalto nos dimos cita en un lugar protegido. Debíamos ultimar nuestro cometido, resolver imprevistos, recordar y coordinar las diferentes responsabilidades, calentar motores, garantizar la seguridad, El cuartel de la Guardia Civil lo teníamos tan sólo a dos manzanas. Nos enfrentábamos ante un hecho de cuyo resultado dependía la educación de nuestros hijos.

La misión, en pleno corazón de la noche, sin violencia y desperfecto alguno, era trepar hasta el tejado, para desde allí descender al interior y sustituir la cerradura de la puerta por otra de la cual nosotros tuviéramos la llave. La asamblea había acordado ocupar aquellos nuevos locales que tanto anhelábamos y que considerábamos propiedad del barrio por lo mucho que por él habíamos luchado.

¿Nuestras herramientas? Las imprescindibles: un par de linternas, una escoba, un diamante, un juego de atornilladores, una pastilla de plastilina gris, un octavo de pintura de aluminio, una escalerilla de cuerda, un par de arneses y un rollo de cinta adhesiva.

Nos citamos a la una y media de la noche. El primer paso sería desactivar el alumbrado eléctrico de la zona. Sabíamos que este dispositivo se ponía en marcha cuando la luz solar dejaba de proyectarse sobre un cuadro provisto de células foto-eléctricas que interferían la conexión, originando con ello el corte del alumbrado. De esta manera, si éramos capaces de alimentar con una linterna encendida dicho mecanismo, las farolas no se encenderían. Podríamos trabajar a oscuras sin ser vistos por nadie el tiempo que durase nuestro trabajo.

En caso de que no pudiésemos alcanzar la azotea, pondríamos en ejecución el plan B. Con el diamante cortaríamos el vidrio de la pequeña ventana que da al patio. Llevábamos con nosotros otro cristal de repuesto de las mismas medidas. Desde allí, luego de haber ajustado con plastilina el cristal al marco, nos adentraríamos en el edificio. Esta opción era más fácil, menos arriesgada, pero por ser más escandalosa y expuesta, sólo deberíamos llevarla a cabo, de fracasar la primera. El balcón de la casa del vigilante no distaba más de siete metros del epicentro de lo que debería ser nuestro campo de acción. Cuidado, el máximo. A la más mínima seríamos descubiertos. No levantar sospecha era nuestro propósito. La operación tendría que resultar limpia. Ningún desperfecto, no dejar pista alguna. Evitar futuras represalias. Todo debía parecer un milagro. Limpieza, seguridad y éxito, éstas fueron las tres palabras claves con las que nos conjuramos antes de dirigirnos a la Plaza de las Viñas, lugar donde tenía su enclave nuestro objetivo.

No fue necesario poner en marcha la segunda opción. Una vez escalado el tejado, desmontamos una de las cuatro claraboyas, la que en perpendicular caía justo encima mismo del hall. Ayudados de la misma escala marinera con la que hicimos el ascenso nos deslizamos hasta situarnos justo delante de la cancela. Sustituimos entonces la cerradura de la puerta principal por una nueva que nosotros a tal efecto traíamos en una de nuestras mochilas. Mientras que unos ajustaban la nueva cerradura, igualándola, incluso con unos retoques de pintura de aluminio a fin de que se pareciese lo más posible a la que habíamos inutilizado, otro trepó para atornillar la tapa de la claraboya por la que habíamos entrado y desamarrar la escala marinera utilizada. Luego, desde dentro, abrimos la puerta, salimos a la calle. Cerramos por fuera como verdaderos dueños de aquella propiedad. La luna nos sonrió cómplice. Finalmente nos encaminamos a retirar la linterna encendida que habíamos sujetado con cinta adhesiva al dispositivo del alumbrado. Las farolas del barrio volvieron a encenderse. Nuestras caras reflejaron el gozo por el deber cumplido. Antes de las cuatro de la madrugada la operación había terminado.

Al día siguiente un coro de niños y niñas acompañados de sus padres estrenaban los nuevos locales de su Escuela Infantil. A esa misma hora la cadena SER leía literalmente el siguiente comunicado que habíamos hecho llegar a todos los medios de comunicación:
Desde las nueve de la mañana, día 20 de enero de 1981, un grupo de padres acompañados de sus hijos hemos ocupado los locales de la nueva Escuela Infantil de Los Rosales de El Palmar. Después de haber agotado por nuestra parte todas las vías de solución por la vía administrativa y, conforme a las resoluciones tomadas mayoritariamente en Asamblea de Barrio, desde hoy empezamos a utilizar todas las dependencias de esta Escuela Infantil...

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