domingo, 2 de septiembre de 2012

Mi queridísimo anónimo



Hace hoy ya doce lustros, -justo al nacer-, que don Basiliso Glotera perdió el oído. No hablo en sentido metafórico: esa sensibilidad de empatizar con los goces y las miserias humanas. Me refiero concretamente a que el señor Glotera vino al mundo sin el octavo par craneal, los nervios del equilibrio. La estabilidad auditiva le hubiese permitido a don Basiliso llegar a ser una persona mayor, no sólo en edad, sino también juiciosa. Pero su extravío perceptivo multiplicó su ansiedad hasta el punto de no poder escucharse ni a si mismo. Y quien no es capaz de oír, nada conoce. Y así don Basiliso perdió, sin sus entendederas, a su queridísimo anónimo, ese eco sin nombre que, aunque lejano, de nosotros mismos y del entorno, todos tenemos.

El señor Glotera busca sin descanso desde su tumba insonorizada por cruces y mármoles y/o algodones de cera, la desaparición de su vestíbulo oral, la resonancia cloqueal que le permita escuchar el verdadero significado, el nombre, la canción de las palabras. En vano, durante toda su vida, no ha hecho otra cosa. Sabe de su arrinconamiento, sabe de su sorda muerte en vida. No sabe lo que le dice la naturaleza cuando le habla.

Su familia lo ingresó ayer en el hospital de san Carlos. Se trata más bien de un asilo para desahuciados ricos. Los médicos dicen que está en fase terminal. Pero don Basiliso no se rinde. Y no quiere morirse sin saber quien es el que durante más de sesenta años no ha parado de enviarle anónimos, comentarios sin nombre, a su libro de visita. Y cual otro Desiderio Longotoma, aquel otro personaje del Unicornio de Juan Emar, esta misma mañana manda a Rosita, su enfermera particular, a que ponga este anuncio en el periódico de La Verdad:
El día once de noviembre del cuarenta y tres, a eso de las cuatro de la madrugada, en el trayecto que va de la calle Las monjas a la calle de san José, perdí mi oído, el mejor sonido, la música de la voz, tanto propia como ajena, las dulces nanas de mi madre, la sinfonía del nuevo mundo, el soneto del nogal, el himno de la flor de las cebollas. Aquel que encuentre el paradero de mis orejas y las traiga a mi casa del carril de Los cipreses, muy generosamente será recompensado aquí en la huerta.
Nadie hasta hoy se ha presentado en la casa de Basiliso. De ser así el señor Glotera no hubiese muerto a la edad tan sólo de cuatro años, cuando al ir a cruzar la acera, no oyó el aviso de un precipitado mulero. El niño Basilito murió atropellado por un carro cargado de rastrojos camino de las escombreras del pueblo.

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