Tras dos horas por laberintos atestados de tenderetes y bullanga, entre regateos y pisotones, primor popular de música y colores, la mujer entra en la panadería-confitería, y pide un descafeinado con leche. Se sienta oronda. La cesta de la compra a sus pies despide verdes y rojos, olores a tierra nutricia, embriagadora. La mujer tiene ya la despensa colmada de frutas y verduras para unos cuantos días. Y satisfecha de no haber ido al Mercadona, piensa en los cinco euros ahorrados en este mercado tradicional y festivo, multiracial y concurrido de los sábados en el pueblo de sus huesos. El mismo dinero que en este momento su marido gasta en el bar con los amigos. Ella no se lo echará en cara, porque sabe que el pobre se lo merece tras toda la semana en la cerámica y con ese polvo rojizo que le hace escupir arena. Además la mujer, sin ser jefa de personal, ni haber leído siquiera un libro de autoayuda, tiene bien sabido eso que orientadores y sicólogos llaman "reparto de tareas".
La mujer, delante de toda la feligresía de la cafetería, se come ahora un tomate a "bocao limpio" que ha sacado de la cesta. No suelta el tomate de la mano. Lo tiene fijo y apretado entre sus dedos. Y es su boca firme y sensual la que se dirije a la parte del tomate más virginal e intacto.
Y si termino aquí este pequeño relato a medias, es porque la estampa que veo de una mujer valiente, hermosa y madura, que sin pudor ni remilgos mastica con la boca llena de placer un precioso tomate, me conmueve por su frescura, espontaneidad y regusto de tal manera, que me olvido del final de esta historia.
Luego el hombre en la casa le ayudará a recolocar cada cosa en su sitio. Y al darle un beso le dice:
¡Y que bien huele hoy tu boca, mujer, que sabe a tomate tigre verde!
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