
Hasta ese día nunca me había preguntado por qué a los muertos les cierran los ojos.
En primer lugar tengo que decir que no soy muy aprensivo. Ni aprensivo ni frío; más bien juicioso. Las cosas son lo que son, independientemente de nuestro estado de ánimo. De las pocas veces que he ido a un tanatorio nunca me dio reparo enfrentarme cara a cara con el muerto. Es más, considero una descortesía presentarme en un velatorio, darle el pésame a los parientes, y despedirme sin ver al difunto.
El muerto anónimo que el viernes pasado fui a ver, y cuya identidad no diré por razones de salud mental, tenía los ojos de par en par como el toro del cuadro del Guernica. Y esta inusual circunstancia fue precisamente la que me hace preguntarme ahora ¿por qué no dejar que los muertos se vayan al otro mundo con los ojos abiertos?
Los que me conocen saben que en la huerta tengo un pequeño roal con alfalfa y una jaula con conejos. Y de vez en cuando sacrifico al más lustroso de ellos, que luego comemos a gusto en casa. Pues bien, de los muchos que llevo liquidados, a ninguno pude mirarle a los ojos en el momento de desnucarlos. Su mirada detendría el mazazo de mi puño. No conozco a ningún criminal que se lleve por delante a su víctima y aguante su mirada, y mucho menos si ha convivido con quien por una buena causa decide quitar de en medio.
La vecindad que me unía con quien antes de ayer aún estaba vivo, repito, me llevó hasta el tanatorio. Entré a la pequeña sala donde yacía el cadáver, y me lo encontré con los ojos abiertos como platos, sus pupilas dilatadas, alfileres de acusación punzante. Guardé silencio y reflexioné unos segundos sobre la fugacidad de la vida y la irresponsabilidad de mis actos. Y allí junto al ataúd: una mujer, tal vez un familiar cercano. Eso supuse, por su negro atuendo, los ojos llorosos, el cuello lastimeramente curvado e inclinada en compungida oración de responso. Como he dicho no siento repelús por los muertos. Y como pensé que a cualquiera del velatorio le molestaría que, desde allí donde el muerto estuviera, nos mirara tan alusivo y constante, con gesto cortés pedí permiso al supuesto deudo para cerrar los ojos al muerto. Y esta señora al ver mi disponibilidad, no sin extrañeza, me dijo con pasividad y un tanto contrariada:
"No hay manera. No insista. Tres veces llevo yo cerrándole los ojos; y los vuelve abrir como un resorte."Con todo, llevado de su aparente indiferencia, no le hice caso. Y ayudado del pulgar y el corazón, con respeto y delicadeza deslicé hacia bajo los párpados del difunto sobre las bolas de sus córneas tan rutilantes que parecían huevos de paloma. Y aguanté mis dedos sobre sus ojos sellados unos segundos para ver si obedecían a quedarse cerrados. Y durante el breve tiempo que los mantuve sujetos, pude ver en su párpado derecho extendido una frase: "has sido tu". Y en el otro, ocho cifras a continuación: el número exacto de mi carné de identidad. Contuve mi sorpresa a solas para no despertar sospechas en la mujer que seguía a mi lado. Y al instante los repliegues de los párpados del fiambre se me resistieron, y se encogieron hacia arriba como persiana sin fleje. Como os podéis figurar no volví a intentar cerrárselos de nuevo. Y permanecí allí pegado junto al féretro por si al cadáver se le ocurría cerrar los ojos por su cuenta.
Recuerdo de niño un día en que salí con mi padre a dar una vuelta por los alrededores del pueblo, y nos sorprendió de golpe un pastor alemán. El perro me pisaba los talones, y yo escapé despavorido dando alas a mis pies en polvorosa. Mi padre me decía:
"No huyas, hijo, es peor. El perro acabará mordiéndote."Y así fue, el animal me dio un buen bocado en la pantorrilla cuya cicatriz aún conservo. Si alguien huye por lo que no ha hecho, el gesto instintivo de escapatoria por si solo es suficiente para encarcelar al más inocente de los asesinos. Basta que la sociedad considere a un pobre muchacho de la calle como matagatos o ladronzuelo para que el zagal a la larga acabe siendo un ratero de hecho.
Cualquier persona en mi caso hubiese intentado resolver este dislate de los ojos acusadores del muerto, y demostrar que aquellos números marcados en el repliegue escondido de sus párpados, nada tenían que ver conmigo. Pero el verme involucrado en el hecho execrable de un homicidio que nunca tuve el valor de cometer, y sentir sobre mi conciencia la simple sospecha de que los demás me consideraran capaz de lo que nunca había hecho, me dañaba tanto como si yo mismo hubiese sido el autor del crimen más horrendo. Por eso mismo renuncié a mi inocencia para no ser inculpado, y me quedé allí quieto en el tanatorio hasta que no llegaron los de la funeraria y se llevaron el ataúd, y con él la prueba irrefutable de mi acusación absurda.
Os juro por mis muertos que mi única relación con este difunto fue sólo accidental: los dos vivíamos en la misma escalera del bloque siete de la urbanización de "Los Conejos". Ni siquiera sabía la causa de su muerte. No me gusta regodearme con las circunstancias que rodean el final de quien se muere. Estas conversaciones son pasto inútil en duelos y funerales. Confieso que en mi vida he matado a nadie, a no ser que aquel difunto fuese un conejo.
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