jueves, 30 de julio de 2009

La flor de la calma



Después de un día abrasador y de perros los calores del mediodía nos trajeron a la tarde una gran ventolera. Y de aquellos aires nerviosos una apacible calma se escapó como la flor inesperada que del cactus brota entre las pinchas de sus dientes afilados.

Y en un remanso en el que las aspas arremolinadas del aire se apagaron para tomar fuerza y resoplar con más saña contra los tensores de mi tienda, la caricia de la brisa escapada se colgó de mi cuello cual pañuelo de seda y volátil.

Me quedé quieto y agradecido. No quise espantar a la flor, a la brisa que besaba entre tanta maraña suelta mi cara con su frescura espontánea.

El viento pronto se dio cuenta de que había perdido a la más tranquila de sus hijas. Y se giró en tromba hacía mi para coger a su niña más pequeña. Pero antes que de un zarpazo el viento me la arrebatara, me la escondí en el bolsillo.

Y desde entonces liada siempre a la brisa guardada en un pañuelo llevo conmigo. Y en los momentos de rabia, la toco, la miro, y se me van las locuras.

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