
Esa sensación de que había tocado techo lo dejó sumido en el vacío, paralizado en medio de toda la lujuria exuberante del trozo de tierra donde vivía. Y allí mismo se quedó mudo, sin sentimiento, quieto ante los brotes granates del rosal reluciente, insensible como la piedra vieja que sujeta la puerta de hierro de la entrada.
El hombre había sido, había hecho, había trabajado, había plantado hasta una parra en la parte más soleada del huerto, había disfrutado. Incluso hizo un viaje a la capital de dos días con la mujer para celebrar el aniversario de boda. Estuvo también entusiasmado con el futuro de sus hijos. Y con las pequeñas cosas, como montar una conejera, o levantar una bardiza de caña delante de la acequia para que los nietos no se cayeran.
Pero aquel día el hombre, sin que nadie se lo dijera, comprendió de qué iba la vida: esa andadura que conduce a la oscuridad de la noche.
¿Qué fue de aquella ilusión que lo mantuvo contento, en volandas como pajarillo esperanzado siempre en encontrar su miga de pan? El pan blando con el tiempo se puso duro. No queda tampoco nada de aquella bandada de gorriones alegres. Miento. Al hombre le queda el dolor de haber sido feliz con lo que ahora no le llena.
Y no crean ustedes que el hombre está deprimido. ¡Está iluminado!
“Y es que la vida -piensa el hombre- es un “ay”. Te rodeas de necesidades para luego, más temprano que tarde, ir sobrado. Como aquel al que el ayuntamiento le regaló una casa. Y se tiró más tiempo el pobre en arreglos y reparaciones que en disfrutarla.”El hombre se sienta ahora en el tronco caído que tiró el viento el otoño pasado. Quiere decirle adiós a la tarde y encontrar una imagen, una palabra en la que aliviar su desesperanza. Y es entonces cuando el “miseria” el perro aquel que salvó del río hace años, viene hacia el hombre. El perro se tumba a su lado, estira su cabeza y con su trompa acaricia sus pies cansados. Y el hombre mira al perro y sin querer se le escapa una sonrisa.
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