
Todos tenemos un lugar. Somos gracias a este espacio que nos acoge. Hasta el crucificado, el preso, el emparedado, o el niño castigado por el padre a no salir de casa por mearse en el porche del vecino dispone de un rincón donde maldecir o agradecer su existencia. Y hay quienes tan identificados están con su entorno que no sólo se alimentan de él, sino que se confunden con su pelaje. Pero este es otro tema, aunque importante por sus muchas implicaciones en la vida diaria, véase sino el camuflaje de camaleones y políticos, las peleas de lindes, o el oportunismo del trepa, no es el que hoy, un día después (siempre llegamos tarde) de los derechos humanos, aquí me trae.
Que hoy agradecía yo a esta banqueta en la que estoy sentado su cobijo y soporte, mi descanso. Y hasta podría decir que ella es mi infraestructura. Si para Marx la economía era la base determinante de las relaciones sociales, el lugar en el que ahora asiento mis posaderas es mi necesidad vital.
Es cierto, yo no soy la banqueta, como tampoco el nacionalista es su tierra. No somos el lugar, somos todo el lugar. Que tampoco tengo yo suficiente preparación para meterme en berengenales que no he mamado ni entiendo. Pero hoy sentí un placer inmenso de poder sentarme aquí en esta banqueta. Y tanto me embargó su acogida que hoy, un día después de los derechos humanos, quisiera que todo el mundo pudiera sentir lo mismo.