
Érase una vez un célebre creador de perfumes exquisitos. Tras la elaboración de cada fórmula el hombre de nariz privilegiada introducía su creación en un envase de cristal fino. Minutos antes de cerrar el frasco aspiraba con fruición su fragancia hasta que a su imaginación “inspirada” acudía el nombre de su nuevo producto. Escribía su nominación en una pequeña tira de papel adhesivo. Pero, luego, en el preciso instante que el perfumista se disponía a pegar el título de su esencia en el exterior del frasco, el perfume se volatilizaba del todo. Y las flores de su jardín creado se marchitaban de repente. Las propiedades olfativas de la sustancias empleadas (jazmín, melisa, rocío, salvia, atardecer, sándalo, luna...) se esfumaban como un espejismo.
Cuando Cecilia dejó de amar a Venancio entendió que durante esos cinco años realmente no era él a quien había besado. Todo empezó a ser normal y corriente, hasta las disputas de cada día. La mujer había estado enamorada de un desconocido. Y en el momento que empezó a hacer el amor con la luz encendida, el sueño de sus amores secretos desapareció como un hechizo. Se separó de Venancio.
Por eso hoy Cecilia tiene muy claro que jamás preguntará a su nuevo amor como se llama. Tampoco lo nombrará con apelativo cariñoso alguno. Hará siempre el amor con los ojos cerrados. Encenderá tan sólo la bombilla interior de su sueños. Nunca preguntará ni querrá saber el nombre del hombre a quien ama para así poder seguir abrazado a él todos los días.
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