martes, 23 de septiembre de 2008

Manos de Chopin


Con inusitada fuerza sentí su arte y ternura esculpida en el lienzo de mi carne emocionada. Vi hasta con mis propios ojos como sus dulces arpegios se trenzaban de placer alrededor de las meninges de mi cuerpo vibrante. E incluso en unos de los descansos, cuando me acerqué y le agradecí personalmente su belleza y elegancia, me comentó:
“Soy la música que hago, no en vano me llaman la poeta del piano”.
Luego en la segunda parte del concierto, para degustar mejor la melodía, me aproximé lo más que pude al piano, a tan sólo dos pasos de su respiración sonora y fresca. Y al ver de pronto sus uñas transidas y moteadas por la desidia del tiempo, dudé que de tan arremolinadas manos salieran elegantes sus notas. Por mucho que en aquella noche de primeros de otoño, al claro de una luna tierna y sola, sonara su interpretación a cielo, aquella magistral compositora me pareció como la más real de las farsantes salida de los infiernos. Y me acordé de aquel amigo que un día me dijo que su esposa de noche era la más fogosa de las amantes, pero de día se transformaba en el ser más odioso, en la más fría de las mujeres.

Sus delicados y vertiginosos movimientos musicales llenos de ritmo, silencios y arrebatos eran simulación, puro plagio. Esta mujer en su virtuosidad extrema escondía su vileza. Y es que su persona entera resultó ser luego todo un engaño. Sus manos no eran las suyas, y si es que lo eran, no serían entonces suyos los latidos que debajo de su corpiño transparente a sensualidad infinita, versos encendidos, tañían.

Nadie después pudo creerse que de sensibilidad tan rica en sonatas, preludios y metáforas de sublime sinfonia brotara comportamiento tan estridente y villano. En ella todo andaba manga por hombro. No eran suyas sus composiciones, ni sus manos, ni sus romanzas. Tan sólo era dueña de un latrocinio guardado a cal y canto en una caja de granito helado.

Y fue cuando terminó el concierto que la seguí al camerino. Me oculté tras un biombo de plumas de cristal ahumado. Y allí me reafirmé en lo que ya suponía. La concertista, tras percatarse de que allí nadie había, se desenfundó las manos y las guardó con sigilo esmerado en aquel cofre en cuya tapa pude leer: “manos de Chopin”.

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