jueves, 16 de noviembre de 2017

Pedorreas metafísicas





Las pedorreas metafísicas de la luna en flor.

El lirismo, la belleza, la esencia, el enigma, la magia, así como la ironía y la mala leche de un poema no está en su ritmo, ni en la métrica, sinalefa o concordancia. Que no tiene pie ni palabra un buen verso para andar por casa. La poesía son las pulsaciones del hígado y del alma, pasos desprotegidos, despojados de argollas y de forma bajo un cielo al descubierto.

A media noche salgo a la luz de la luna en flor con mi ganzúa a hurgar entre los contenedores del barrio. Busco algo de provecho, algo con lo que trapichear mi indigencia con las sobras de los vecinos: un despertador averiado, las cartas de Camus a María Casares, la cabeza de un pichón descuartizado, el llanto de la muñeca de Kafka, los manuscritos del Mar Muerto, la magdalena de Proust. Ya lo dijo Jean Paul Sartre: El uno no es posible sin el otro.

Tengo por costumbre aprovisionarme de avíos para el día, precisamente en el intermedio hipócrita de la noche, dos horas antes de que amanezca. En ese interregno (¡ay como me gusta este vocablo desapoderado de un estado soberano que lo gobierne!), me siento el Gran Rapsoda del Parnaso. Sin la presencia del portero oliscón del edificio azul de la calle mayor, sin la impertinencia de los barrenderos del alba, sin la mirada provocadora de doña Virtudes, la gata del balcón tras el otoño de su parra virgen amoratada, me es más fácil la inspiración, fuente de mi intendencia poética.

Destapo y husmeo en el primero de los tres contenedores de la Plaza del Papa. Meto el gancho. Pincho algo sustancioso. Tiro hacia arriba con mi pico afilado. Asombrado quedo delante del botín recién flameado. ¿Un tetrástrofo monorrino, un sexteto, una redondilla? ¡Qué sé yo! El hábito no hace al monje. El brillo del sabor que despide la presa no es un brillo cualquiera. Por lo menos hasta ahora ningún destello como éste me había cegado tanto. Una vez en mi cobertizo, lo examino detenidamente, sentado frente a la mesa de mis sondeos y reciclajes. Se trata del alma de la señora del cuarto A, doña Virtudes. La señora del pámpano verde, sintiéndose culpable de la muerte de su marido, arrojó al contenedor de la basura las tres cuartas partes de lo que quedaba de su alma. Y allí estaba yo, este buitre hambriento de celestiales despojos aterciopelados.



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