miércoles, 8 de noviembre de 2017

Letras de otoño



En esta desmadejada mañana de otoño, los reflejos de un sol desganado juegan a las cabriolas entre los morados de la parra de la empalizada. Opekú rechaza las ventajas de la escritura. El viejo escritor renuncia a vivir las mil vidas que la imaginación de sus letras le propone y dispensa.

Durante su dilatada vida, con su pluma llegó a ser lo que quiso. Hasta jugó con sus textos a estar vivo después de muerto. Y se vio entre los cadáveres que yacían a su lado, aleteando rescatado y fluorescente al rescoldo de una lamparilla de aceite sobre el altar mismo de su sepultura. Una mañana miró el alba y se vistió del rocío de la madrugada. Otro día fue aquel homínido del Pleistoceno descubierto por unos escaladores en las montañas del Himalaya. Le dio caza al mismísimo cuervo de la diosa Palas. Gracias a la escritura pudo ser lo que le dio la gana: canto y agua, semilla y beso, vientre y azada.

Hoy ya no le trae cuenta seguir escribiendo. Él pone como excusa que sus dedos retorcidos por la artrosis ya no le responden. Pero miente. No es que él haya abandonado la escritura; es la escritura quien lo ha dejado a él. La escritura como mujer en quien él había puesto toda su confianza, le ha fallado. No es que la escritura se haya buscado otro amante. La escritura como solución y apaño es un engaño.Todo aquel que se acerque a ella con ánimo de encontrar remedio a sus males y forma a sus sueños, pierde el tiempo.

 Opekú llegó a decirme:
La escritura lo ha sido todo en mi vida: mi conciencia, mi única pertenencia, mis manos, mis ojos, mi andar seguro entre las tinieblas. ¡Ay, equivocado de mí! Cualquier escribir es una imposibilidad metafísica, la ausencia emborronada de nuestro deseo inútil.
Tan convencido lo vi de lo que decía, que no quise contrariarle. Pensé: si este hombre deja de escribir, se volverá loco. Al menos hasta hoy su escribir le valió para ahorrarse en pagar a un psicólogo.

Hoy Opekú son las hojas arremolinadas que el aire de ayer arrinconó en el recodo entre el pozo ciego y la entrada a la cuadra. Y su cuerpo…, su cuerpo es aquel tronco viejo de la olivera que se retuerce de dolor ante las inclemencias de las rachas del viento en el rincón que da al paredón de su casa en ruinas.

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