domingo, 15 de enero de 2017

La salvación viene de los pobres



Yo creía que don Marcial Beltrini tenía la vida resuelta. Era padre de tres soles, tres soles prometedores como tres graneros repletos de trigo a espuertas. Uno de ellos, el mayor, casado con la hija de un prestigioso notario de la ciudad. La muchacha, la segunda, cursaba ciencias del mar en la Universidad Católica de don José Luís Mendoza. El último, el más pequeño, Jaime, apuntaba maneras como futuro escritor al que ya le habían distinguido, a sus 17 años, con un accésit literario promovido por el Círculo poético de la ciudad.

El señor Beltrini tenía una profesión envidiable. Nadie entendería que a este hombre le costara coger el sueño. Estaba casado con una mujer joven, (doce años menos que él), hermosa, sencilla, elegante e inteligente; y la mejor colaboradora, socia y prestigiosa delineante de Diarco, que así se llamaba aquel estudio de Diseño Arte y Construcción, el más prestigioso de la capital.

Conseguí el puesto de botones gracias a un amigo de mi abuela, el portero del edificio de la calle Alejandro Seiquer, muy cerca de la Plaza de Cetina. Allí es donde Diarco tenía sus oficinas. Mi trabajo consistía en hacer los recados, transportar papeles, memorias y planos: que si al Colegio de arquitectos, que si al registro civil, al ayuntamiento, al catastro. Para hacer bien mi tarea no precisaba vérmelas con nadie. Me limitaba a recoger la correspondencia, los encargos, las cartas que el personal iba depositando sobre una bancada de madera en el pasillo, que daba acceso a cinco despachos. Al fondo, había una habitación pomposamente amueblada, -la sala de juntas. Esta distinguida estancia se comunicaba con el despacho principal, el de don Marcial. Sus paredes estaban protegidas de roble; menos una de ellas, que la cubría un tapiz tunecino en el que tres bellas mujeres llenaban sus ánforas de la fuente de un jardín. Al frente, una gran estantería repleta de volúmenes con sus cantos de letras doradas. Del plafón del techo pendía una araña de cristal veneciano. Sobre un sofá de cuero verde claro: un gran pirograbado: La salvación viene de los pobres, obra del pintor José María Párraga. Las pías manos en oración extendidas de san Francisco de Asís casi tocaban la dulce curvatura de las caderas de las doncellas de la fuente de Túnez. En el ángulo izquierdo, junto a la ventana, un búcaro de cerámica con alegorías chinas, siempre con rosas frescas, blancas. Esta era la sala estrella de estos Estudios. Aquí se negociaban los grandes proyectos de la empresa. Durante el tiempo que estuve trabajando en Diarco, sobre la gran mesa ovalada de palisandro que ocupaba el centro de la sala, se estamparon firmas tan emblemáticas, como el proyecto Ciudad de la Justicia, la fachada de la Casa Cerdá en plaza de santo Domingo, así como la remodelación del Real Casino de la ciudad. En esta cámara tan señalada, y solamente utilizada para los grandes acontecimientos, es donde aquella mañana de un lunes siguiente al entierro de la sardina, colofón de la fiestas de primavera, don Marcial Beltrini me invitaría a pasar.

Durante el año y medio que estuve como mensajero de Diarco, a don Marcial Beltrini, jamás le había visto en persona. Sólo lo conocía por el busto a él dedicado que posaba sobre un pedestal a la entrada del Teatro Romea, fachada que él mismo había restaurado, tras incendiarse, allá por el año 1899, dos horas antes, (¡ironías del destino!), de la representación de Jugar con fuego, obra del dramaturgo Ventura de la Vega.

La mañana se desperezaba soleada tras las fiestas sardineras. En el momento en que yo salía a cubrir una de mis rutas habituales, don Marcial entraba en el edificio. Recuerdo que olía a tabaco de pipa. En el ojal de su chaqueta de entretiempo color anaranjado lucía un clavel blanco. Llevaba en la mano un bastón con la empuñadura de plata, la cara de un león con la boca abierta. Para mí que el jefe no necesitaba aquel lustroso tutor para nada, pues su andar era resuelto. Lo llevaría para presumir. ¡Ni siquiera para defenderse! ¿Pues qué podría temer persona tan poderosa e importante? Me miró de la misma manera que me mira el poto que cuelga en el patio de la casa de mi abuela. Cosa que ni siquiera me molestó. Yo no estaba allí en su señorío empresarial para que devotamente me contemplaran impertérritos como lo hace mi abuela delante del Cristo de su habitación todas las noches antes de acostarse. Yo era un simple mensajero, que ni siquiera tenía conocimiento de la importancia de los recados que repartía. Como buen burro inteligente, a la primera aprendí el sendero de mi cometido, sin preocuparme de nada más.

Transcurridos apenas unos segundos, (ya había yo atravesado el zaguán de la entrada), cuando el portero, el amigo de mi abuela, me indicó que el Jefe quería decirme algo. Volví la cabeza y vi como el señor Beltrini con el índice de su mano izquierda me hacía señas para que acudiera a su presencia. Así lo hice. Me dijo:
¡Sígueme!
Detrás de él yo escuchaba el repiqueteo de su bastón contra los barrotes de la escalera. Nadie se imaginaría que tras la firme y desinhibida figura de un don Marcial aporreando los hierros de la escalera, pudiera haber el más mínimo gramo de desilusión y tristeza. Yo creía que don Beltrini tendría la vida resuelta, pero estaba equivocado. Luego gentilmente me cedió el paso. Abrió la puerta y entramos a la Sala de Juntas. A regañadientes obedecí a su requerimiento de que me sentara en el sillón de orejeras. Él lo hizo en el sofá. Antes se acercó al pequeño frigorífico que había al caer de la ventana que daba a un pequeño jardín exterior ubicado en el centro del mismo recinto de la empresa. Se sirvió una copa de Oporto. A mi me ofreció una fanta, que cortésmente rechacé. Nadie que no conozca a otra persona, sino es por motivos de la intimidad nacida de la misma sangre, o por un trato surgido a raíz de una amistad consolidada, establecería una conversación como la que inició don Marcial:
No te preocupes, muchacho por el trabajo de hoy. Tiempo tendrás en repartir tus encargos. Te he hecho llamar porque me siento solo, tremendamente sólo, solo y pobre entre tanta abundancia y compañía. Este don Marcial que aquí ves delante de ti, vive feliz, pero está triste; Este don Marcial tiene mujer joven y tres hijos formidables, pero está solo; Este don Marcial come caviar y ambrosía, pero tiene hambre; Este don Marcial hace pesas, bicicleta, va al gimnasio todos los días, pero no le gusta compartir su cuerpo a solas.
Quien nunca había reparado en mi existencia a lo largo del tiempo que trabajaba a su servicio, viniese ahora a contarme esta milonga de su vida personal, me hizo dudar de sus intenciones. Tal vez don Marcial lo que quería era tontear conmigo, que un chico joven le devolviera la ilusión de sus años mozos. Me sentí incómodo. Él lo notó y quitó su mano que, desde que tomó la palabra, como muestra de confianza, tenía puesta sobre una de mis rodillas:
¡Relájate, muchacho! No estás delante de ningún sátiro. Sólo soy un hombre que ha perdido la ilusión. En medio del éxito y de la riqueza que disfruto, imposible curar esta desilusión que padezco. Si recurro a ti es precisamente por tu insignificancia.
Luego pensé que don Marcial Beltrini tal vez llevara razón. Yo, un simple ordenanza de oficinas, jamás en mi vida me había planteado temas con los que este señor se atormentaba. Además, era verdad, yo no tenía nada; pero tenía a mi abuela con la que me había criado, tenía a mis amigos del barrio con los que cada tarde jugaba a las cartas detrás del paretón del Vega Plaza, tenía aquellas ganas locas de ir al cine todos los sábados por la tarde, tan sólo por ver a la muchacha de la limpieza. Estos sentimientos de psicología absurda de mi jefe a mí me la traían floja, para mí eran frivolidades de personas adineradas, hartas de todo, gente sin escrúpulos que no se saciaban con nada.

Por supuesto, no le dije a don Marcial lo que yo pensaba, nada de la estupidez de su preocupación insulsa y filosófica. Tampoco se me ocurrió consolarlo con llamadas y alusiones ñoñas y poéticas a la naturaleza como: que saliera a pasear al campo, que escuchara el piar de los pájaros, que se detuviera a contemplar las aguas por el azud de la Contraparada. Tal vez si le hubiese dicho cosas así, tan lindas y contrahechas, me hubiese metido mano. Por lo que intenté explicarle a mi manera que de mí, tan sólo esperara, cual insignificante recadero, cumplir debidamente con mi trabajo en Diarco.

Al día siguiente, me despedí de la empresa. No me preocupó que me penalizaran con veinte días de haberes, por no haber comunicado mi cese con un mes de anticipación, tal como mandaba la nueva reglamentación laboral del Gobierno en aquellas fechas en el poder.


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