viernes, 2 de diciembre de 2016

La Divinidad del Texto





El hijo de Pura la Mendicanta, Antón Cortés Gálvez, tiene la sensación de que escribe para la eternidad. O lo que es lo mismo: se perpetúa en sus letras. Su vida de ayer son hoy las páginas de su Diario que ahora tengo en las manos.

Antón cumple condena en la cárcel de Sangonera. Viejos colegas le tendieron una trampa. Le cayeron siete años y ocho meses por hacerse con 700 gramos de cocaína en una cita marrullera.

Cuando supe de su internamiento, fui a verle al módulo 3. Le propuse que se inscribiera en un taller de lecto-escritura que acabábamos de iniciar. Me dijo que no tenía estudios, que no sabía leer ni escribir. Ni la o con un canuto -añadió. Le convencí. Aceptó. Muy pronto Antón cogió el ritmo del grupo. Cada vez lo veía más entusiasmado. En sólo medio año, fue capaz de construir por sí solo su primera redacción. El tema fue sugerido. Se trataba de que los alumnos escribieran algo relacionado con su vida personal. Aún conservo como un tesoro de apreciado valor ético y de gran sinceridad su trabajo. Decía así:
No quiero a nadie. Detesto a todo el mundo. Al que más aborrezco es a mí mismo. Yo soy el último eslabón de una cadena de despropósitos. Odio a esta sociedad que no sabe descubrir la bondad de sus delincuentes. Los peores a veces somos las personas más cándidas. Hay quienes tenemos cara de asesinos, parecemos monstruos; pero la verdad es que somos niños, niños perdidos en un laberinto que gente mala construyó para nosotros. La bondad no siempre está en la honradez, en el deber cumplido; sino que a veces se esconde en lo más hondo de este infierno donde vivo.
El Diario de Antón, me lo entregó ayer su madre, la Pura, después del entierro de su hijo.

Antón tenía la manía de anotar en su Diario todo lo que le aconteciera, especialmente, lo relacionado con su infancia. Lo hacía restrospectivamente, dándole a su estilo un carácter retroactivo muy parecido al de Proust en su Búsqueda del tiempo perdido. Recuerdo que una vez, al término de nuestras sesiones del taller, me dijo:
Escribo parar ordenar los recuerdos, recuperar mi conciencia, recobrar ese trozo de infancia que perdí trapicheando, esnifando pegamento, rateando por los alrededores del barrio donde viví mis primeros quince años de mi maldita existencia.
Me preocupaba que escribiera tanto sobre su infancia. No quería yo que se cebara con una etapa no muy agradable de su vida. Notaba en él tanta avidez, como si su escribir fuera el aire que respiraba. Y en parte así era. Antón veía como de sus letras resurgían rescatados sus años de niño. A él no le importaba haber vivido al límite de la ley, fuera de los cánones permitidos, al margen de la normalidad, asaltando casas, robando coches, conducir drogado y sin carné. Era su libertad de entonces. Y quiso refugiarse en sus escrituras para recuperar así su libertad robada, devolver a su infancia su natural ternura. Él creía en el poder regenerador de la escritura. Así me lo dio a entender en uno de nuestros largos paseos por el patio. Comentábamos en aquella ocasión un artículo aparecido por aquellas fechas en El País: La Divinidad del Texto según George Steiner:
Maestro, sólo accedo al significado indeleble de las cosas a través de lo que escribo. Lo que no consigo plasmar en un texto, al momento se evapora, no existe.
Antón ya vino tocado a la cárcel. Sus dos últimos años aquí en el centro los pasó en la enfermería. Parecía un espárrago. Sudaba más de la cuenta. Se cansaba con sólo escoger la escoba cuando le tocaba limpieza. Tosía a cada momento. Fiebre alta. Diarreas. En resumen, Antón Cortés Gálvez, el hijo de Pura la Mendicanta, murió de sida un verano del dos mil once, a los veintisiete años. Tan sólo le faltaban seis meses para cumplir su pena.

La madre vino ayer a recoger sus pertenencias, entre ellas, este Diario que ahora tengo en mis manos. La Pura, al ver el cuaderno, me dice:
Mire, yo no sé leer, sólo sé sufrir y pedir limosna ¡Quédeselo! Más es suyo que mío. Usted le enseñó a escribir.
En esta tarde de otoño, una lluvia fina resbala por los cristales de la biblioteca de esta lóbrega cárcel de Murcia. Y siento, tras la pérdida de uno de mis mejores alumnos, un cierto alivio, un consuelo necesario mientras leo su Diario:

Jueves, 22 de abril

Si hoy decido escribir este diario, es para hacerle guiños al futuro. Estas letras salvarán del abismo el presente de aquel niño que fui, escurridizo y tunante, hijo de una familia marginada. Utilizaré mis escritos como arma para restañar aquella mi infancia loca y desternillada. Mi pasado convertido en diario será base, fundamento y espoleta del avenir del mañana, mi reinserción plena.

Sábado, 3 de marzo

Viví mi infancia, allá por los ochenta, en Los Rosales, un barrio postergado de la capital. Ya de pequeño, empecé robando para mi madre, una pobre mujer que no tenía con qué alimentar a sus hijos. Éramos cinco hermanos. Mi padre: un marido alcohólico, chapero y maleante, que sólo volvía a casa para apalear y acostarse con mi madre. Luego, se quedaba a dormir sus borracheras en el sofá horas y horas interminables.

Martes, 7 de septiembre

Aquella noche, los vecinos celebraban una de sus habituales asambleas en el salón de la Asociación del Barrio. Hacía mucho calor. El verano se resistía a dejarnos y dar paso al fresco relajante, propio del mes de setiembre. Tendría yo entonces no más de cinco años. Las puertas del local estaban abiertas. Desde la calle yo veía como aquellas sesudas personas hablaban sobre la necesidad de montar una escuela infantil. Querían acorralar en un húmedo bajo comercial a los críos desarrapados que al aire libre merodeábamos a nuestras anchas importunando el relax de los mayores. Metí mi cabeza a través de los barrotes de la ventana. Recuerdo que estuve, gritando cada cinco minutos: “¡Mierda para ustedes!” Me causaba tanto placer ver los rostros consternados de los asistentes, que cada dos por tres volvía a increparlos con la misma retahíla: “¡Una mierda para vosotros!”. Así estuve por lo menos más de una hora, hasta que cerraron todas la puertas y ventanas del local.

Lunes, 22 de diciembre

Estábamos cerca de la Navidad. En el colegio celebraban un teatro de títeres. Representaban, lo recuerdo muy bien, el cuento de Hansel y Gretel. Yo me las arreglé para hacerme un hueco junto a la tarima, al caer del escenario. Y cada vez que un muñeco quedaba al alcance de mi mano, yo intentaba atraparlo. No era fácil. A punto estuve de coger al muñeco del padre, aquel hombre sin escrúpulos que abandonó a sus dos hijos en el bosque. Sólo conseguí hacerme con su gorra de cartón. Tampoco pude apoderarme del guiñol de la madrastra. Pero quien no se me escapó fue la vieja, aquella bruja que quería encerrar a los dos hermanos en la cuadra, engordarlos, y después comérselos. Cuando de pronto vi encima de mí la bola grasienta de aquel panzudo conserje. Me quitó el títere de la bruja. Luego me levantó en volandas, y como quien espanta de su nariz pringosa a un avispero de moscas, me echó fuera del recinto del colegio...

Silencio. Han tocado silencio. Son ya las 10 de la noche: la hora de abandonar mi trabajo como educador de este centro. En el Módulo 3 de la cárcel de Sangonera, el funcionario de turno realiza el último de los cuatro recuentos del día. Toma nota: un recluso menos. Falta Antón Cortés Gálvez.


1 comentario:

  1. Impresionante,compañero Juan. ¡¡Cuanta falta hacen personas como tú!! (Lo sé por experiencia propia vivida con ellos, como voluntaria de Informática y haber ejercido y vivido la problemática de aquellos años, en El Palmar) Darles cariño y ayuda desinteresada, es hermoso. Al final, dejan algún testimonio, huella inolvidable...como ese tesoro de diario. ¡No cambies, querido Maestro! Te abrazo.

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