sábado, 10 de octubre de 2015

Sinsentido






Para Adán hoy no es hoy, sino tiempo de vejez y desengaños. Para llegar esperanzado al final del huerto de los frutales, allá donde le aguarda el refugio de los confiados, de los desgraciados, de los débiles, el misterio, ese velo que le cierra la puerta de la verdad, sabe bien Adán que necesita un milagro, otro camino, bambos nuevos. Las suelas de su cuerpo quebrado por la muerte de Abel, el sinsentido de la vida, están rotas. Sus pies desnudos necesitan de un dios alpargatero para seguir andando. El remedio para estrangular su pena no está en los rezos de Eva, ni en las velas que ésta enciende al beato fray Leopoldo de Granada. En estos momentos, tan grande es su tristeza que tanto Adán como Eva prefieren morir en la mentira a vivir gritando de dolor en la verdad. Adán es persona de mente incrédula y tozuda, pero su cabeza esta llena de grietas por donde sus dudas le llegan al corazón. Las arrugas de su frente, sus cejas como bigotes de führer, su melena grasienta no dan a entender su ternura escondida, tan escondida que ni siquiera Adán sabe que la tiene. Eva en cambio es menos racional, no llora con la cabeza, llora con los ojos eternos, sensuales y ocultos del alma.

Cuando Adán adormilado esta mañana va al aseo, ve caer por el inodoro los sueños despojados de la noche. Anoche soñó que un niño sin cuerpo ni rostro, sólo una voz sin aire ni boca lo llamaba. Tan contundente, vibrante, sostenida y a la vez dulce era esa voz, que Adán se despierta al instante, sin poder siquiera terminar el sueño, sin saber si acaso aquella voz que le llamaba fuese la de un niño, tal vez la de su hijo muerto. Y se pregunta Adán si acaso su despertar es el que ha espantado las palabras no dichas de esa voz inocente y onírica. Y se siente responsable del fratricidio de su hijo mayor. Los sueños que Adán sueña no tienen cara. Una a una las hebras doradas de su incipiente y mal digerido sueño desaparecen mudas por el irreversible agujero del retrete de un paraíso inexistente.

Y hoy que no es hoy, a pesar de ser domingo, a pesar de que el sol muestra el brillo de las hojas del limonero, a pesar de que se huele a café y al pan tostado que la buena de su esposa desayuna paladeando la mañana, a pesar de oírse el silencio de sus hijos frente a los dibujos de la tele, a pesar de la bondad de Doraemon, de la pulcritud de la calle mojada, a pesar del bosque preñado de ninfas y setas, este hombre devorado por las fauces de una pena sin nombre, resto de una culpabilidad anónima y congénita, (Adán no es Caín), se viene abajo. El hombre abatido como Abel, necesita del truco divino, del bálsamo bíblico para venirse arriba y no ser un fardo pesado arrojado al abismo de los muertos de Atapuerca. Ante la grandeza luciente de la mañana, y el recóndito llanto de Eva, Adán se siente todavía más confuso, impotente y humillado. Tanta arrogancia serena a su alrededor emborrona y le daña la mirada. Se le rompe el pecho. No entiende como la Creación puede seguir sembrando primaveras. Trata de contener con su mano izquierda el quebrantamiento de las costillas de su cerebro, mientras que con la derecha intenta agarrar en vano la cintura de la mujer para lavar así su tristeza en el arroyo dulce de las caderas de Eva.

Y al sentirse tan abatido, como aquel que no creyó en nada durante toda su vida excomulgada pero al ver que su final se le echaba encima y pidió que le trajeran el viático, Adán pide ahora a la mujer, que le traiga la güija. Al fin y al cabo, otro truco más como el de la religión, la política, el fútbol, la poesía, del que nos servimos los humanos, -le dice a Eva- para no renunciar a la esperanza y poder despertar de tanta tristeza. Y contrario a su proceder profano acude Adán como remedio al tablero santo de las letras combinadas:
Espíritu, sea cual sea tu nombre, dime donde estás para reunirme contigo.
Y es entonces cuando Adán como respuesta oye la misma voz inocente del sueño de la noche anterior que le dice:
El verdadero sentido de la vida, Adán, no es otro sino aceptar su sinsentido.


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