lunes, 3 de agosto de 2015

La Dama de Molina





Como los de aquel escritor (Felisberto Hernández), que robaba cualquier cosa descuidada que veía y después la llevaba a su soledad, los ojos de un vecino oliscón y aburrido se apoderan en el calor del mediodía de un muchacho que sestea en el banco que hay enfrente de su casa, un segundo piso de la calle La acequia. Entre el calado de las cortinas de su salón anónimo, disimula el vecino la presencia del menesteroso. Su mirada se entretiene ahora y merodea como un dron-avispa alrededor de la escena. Contempla a traición, tras las flores de los geranios de su balcón engreído, los detalles de la secuencia amodorrada y quieta, allá abajo sobre el cemento ardiendo de la plaza. No quiere que la indefensión pordiosera del muchacho se avergüence de su osadía desocupada y burguesa. O tal vez no quiera avergonzarse el mirón por sorprenderse a si mismo de lo que contempla: la desigualdad de los extremos de dos miradas tan distintas.

Luce el muchacho una camiseta arrugada y azul de manga corta. Sobresale en su pecho el símbolo dorado de la moneda europea, la E de un euro que bombea su respirar cansado como emblema y antiparadigma de su mísero deambular por tierras que no son suyas. La ignorante inconsciencia de la pobreza del muchacho y la honestidad farisaica del feo y acomodado hábitat del vecino se pelean como dos animales en celo. ¡Y qué manía la de los pobres de lucir sus aires de riqueza! La misma que la del vecino por ocultar sus asquerosas carencias. El vecino se endiosa mirando al pobre. Y el pobre se avergonzaría del vecino si lo viera ahora medio en pelotas mirando a través de la ventana.

El joven aparenta más de treinta años, pero sabe el vecino que el descuidado modo de vivir de esta gente multiplica por tres su biología. Esta mañana, ya llevan los andares del muchacho más de veinte kilómetros recorridos. Salió de la nave derruida de una fábrica de conserva, allá por las afueras de Cieza, donde pasó la noche en compañía de la luna azul y dos gatos magullados. Llega a Molina por el desvío, la antigua carretera nacional que viene desde Madrid a Cartagena. Tras seis horas de recorrido, detiene su andar rastrero a los pies de la escultura de hierro: una monumental Dama que se levanta muda, y también adormilada y ciega, sobre una muralla soterrada. Y esta Dama luce a los cielos su rocambolesco tocado, compitiendo con la corona de oro y pedrerías de la Patrona del pueblo, la Señora de la Consolación. Ninguna de estas dos mujeres se parecen en nada a la madre del pobre que ahora duerme sereno y manso sobre un banco de madera.

Y muy cerca de esta mujer sin boca, y cuya nariz y sus cejas forman un ancla que se agarra en nubes inconsistentes de plomo, se queda dormido el muchacho. Y el vecino ahora se fija con mayor descaro y detenimiento en su aspecto abandonado. Viste pantalones cortos. Sus muslos, prietos; sus rodillas, musculosas; tendones elásticos. Es bello el muchacho a pesar de su indigencia. Y con él, el inseparable macuto: la despensa. Su piel curtida y morena, ¡para sí la quisiera el vecino! que cubre ya sus carnes adulterinas con el cuero agrietado de sus oropeles caídos.

Son las tres de la tarde. El sol se desploma derretido por la plaza desierta del Conservatorio de la música. El vecino tiene el aire acondicionado encendido. Fuera, allá abajo donde duerme el peregrino, en su caballo perdido que no va a ninguna parte, la temperatura rondará los cuarenta grados sobre un cuerpo, bajo la cabeza con cuello de una Dama, que a pesar de ser tan grande, de valer no sé cuánto y de pesar más de lo que vale, apenas da sombra a un segador de caminos cuyos oídos nunca oirán la luz de los sonidos de Celina, aquella maestra de piano que de niño tuvo el escritor uruguayo de El Cocodrilo. Sus pies nunca alcanzarán las puertas del Edén para el que fue concebido.

Pasa ahora una mujer a toda prisa empujada por el calor. El muchacho se despierta al ver las piernas de la mujer que huyen de la mirada del mendigo. El joven abre el macuto, saca un cartón de leche y se dispone a beber mirando embelesado a esta Dama de Molina que no tiene senos, ni curvas, ni caderas donde hombre alguno pueda mecer su hambre. El vecino piensa que mujer y leche son partes del sueño del muchacho y quisiera con estos dos elementos construir una feliz historia para este muchacho. ¿Pero qué puede hacer un vecino anónimo que va en calzoncillos, y que no sabe de letras con las que cambiar la historia de un pobre joven cuyos pies nunca alcanzarán la tierra de su destino escondido?

1 comentario:

  1. Bello comentario. Dos personajes muy dispares y una Dama desnutrida y bobalicona.

    ResponderEliminar