miércoles, 22 de julio de 2015

El sueño roto de Europa





Alejandro se dirige a Lárisa. Acaba de jubilarse, tras cuarenta años como camionero de una empresa de transportes frigoríficos. Tiene pensado pasar el resto de sus días a las afueras de esta ciudad de la prefectura de Tesalia. Le aguarda una sencilla casa a la orilla del río Peneo, frente a una extensa llanura poblada de cítricos y olivos. Durante sus viajes por el continente cargando frutas y hortalizas siempre se sintió atraído por el valle del Tempe. Allí veía brillar el cielo azul, sin trampas, ni radares que interceptaran su ruta. Los montes Olimpo, el mármol de las rocas, el verde de sus bosques en cascadas, la tierra fértil y el fogoso fluir del agua libre hacia el Egeo serán sus nuevos convecinos. La semana pasada firmó con una inmobiliaria de Alemania la compraventa de su nuevo apartamento. Allí todo huele a futuro, ese placer de la espera, que sabe a dulce, a pesar que luego su digestión resulte amarga.

Hacía ya más de dos horas que había salido de Macedonia, su país natal. En la última gasolinera en la que se detiene a repostar le dicen que para llegar a Lárisa aún le faltan 80 kilómetros. Alejandro respira profundamente sin sentir alivio alguno. El tufo a gasoil le obliga a llevarse la palma de su mano derecha a la nariz. Y sin mirar al hombre a quien acaba de preguntar, dice en voz alta:
En tan sólo una hora estoy allí.
Más o menos, -contesta el gasolinero.
Lleva conduciendo toda la tarde. O el hombre le informó mal, o Alejandro anda despistado. O tal vez lo que él soñara en sus viajes en activo atravesando rutas de encanto, no fueran estos páramos aburridos por los que ahora circula, sino sus ojos míticos de antaño que alucinaban con la antigua morada preferida de Apolo. Alejandro Filipo ignoraba que los dioses se niegan a acampar en la misma tienda de los hombres.

Alejandro aparca el coche en un recodo de la carretera. Saca de la guantera el documento que la chica de la inmobiliaria le envió por fax la semana pasada. Lee, relee, rastrea con su mirada cada palabra como si sus ojos fuesen un periscopio. Bien claro lo dice el papel con membrete fechado en el estado de Hesse, Fráncfort del Meno:
El presente contrato confiere a Filipus Alexander Mouhahir la propiedad de la finca ubicada en la parcela 25/26. Prefectura de Lárisa. Camino de Tínavos, Kilómetro 7,5.
Alejandro se encuentra en la dirección indicada. De cumplirse las predicciones, debería estar ya en su nueva casa. Y grita cual camionero lo hacía cuando su vehículo era adelantado por un loco conductor atolondrado a más de doscientos por hora:
Pero, ¿dónde, coño estará Plastiras, ese fascinante lago custodiado por los montes enamorados del verde de sus espejos? ¿dónde los caudalosos arroyos? ¿dónde los ciervos y los puentes de piedra? ¿dónde El Alcázar y sus estanques? ¿dónde el monumento de Hipócrates? ¿dónde mi pequeño apartamento por el que he pagado todos los ahorros de mi vida? ¿dónde esos días de frescura y sosiego a la sombra de los castaños que me prometiera la chica de la agencia? ¿dónde las puertas de Europa?
Aquella tórrida carretera no tenía pinta de llevar a ningún idílico rincón. El lugar es inhóspito, insolidario a cualquier atisbo de hierba, reacio al correr tímido de cualquier mosquito o lagartija. Alejandro lleva fuera del Land Rover más de media hora maldiciendo su suerte frente a un mapa desplegado sobre el capó. Por allí no pasa alma alguna que pueda orientar al macedonio, tampoco se aprecia ningún cruce de caminos, otra vía alternativa para llegar a Larisa. Alejandro Filipo está obligado a continuar, a sabiendas que por aquella ruta no llegará ninguna parte, o a retroceder y ver truncadas todas sus esperanzas como jubilado en una nación aforada por los estados más ricos del viejo continente. Siente pena de sí mismo por su inocente atrevimiento al confiar en un sueño, ahora quebrado y roto. Se siente humillado y estafado por la chica de la inmobilaria de Fráncfort. Se ve a si mismo acabado como aquel famoso e invulnerable guerrero de Grecia se viera: abatido y muerto por una flecha envenenada que Paris le clavara en el pie. ¿Donde las victorias de Aquiles, donde las batallas de Troya y Etiopía? ¿Dónde los senos de Pentesilea, premonición de la nueva Europa solidaria y democrática, atravesados por el dardo de Alexis Tsipras, ese otro héroe heleno, vencedor de plebiscitos, refrendos y elecciones?

Alejandro, después de tantas horas al volante, está cansado. Recoge el mapa, lo arruga como si estrangulara a un pájaro y se lo guarda cabreado en el bolsillo. Luego entra en el coche, despliega los asientos y deja caer su cuerpo condolido. Muy pronto se queda dormido. Por la suavidad de sus párpados entornados y la paz de su frente lisa, parece que Alejandro Filipo está soñando. Sueña con el dignus amore locus de Petrarca. Y de pronto oye una voz que le dice:
Descálzate, Alejandro Filipo, porque este lugar que pisas es sagrado.
Luego, el macedonio se despierta aturdido y espantado, se da cuenta que le han quitado las botas que llevaba puestas cuando se tumbó en los asientos de su Land Rover. Allí precisamente, en un pliegue de la suela de su calzado, guarda él la escritura de su nueva casa. Y desde entonces, Filipo Alejandro, como aquel otro dios Hefesto expulsado por feo y cojo del Olimpo, va de aquí para allá errando en busca del ladrón que le quitara sus alborgas de plata.

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