sábado, 2 de mayo de 2015

Estatuas como hombres




Cuento tantas estatuas como hombres existen. 
(Erasmo)

Iba metido dentro de mi mismo con mi meniére agarrándome por detrás de las orejas. Me bajé de la cápsula donde, como ratón enjaulado, navegaba dando vueltas a más de dos mil quinientos años alrededor de mi propia luna. Viciado auto satélite de filautía herido, aterricé en un núcleo urbano desconocido. No sé si entraba o salía de un sueño. La avenida por donde iba, siendo para mi familiar y sabida, no se parecía en nada a ninguna por mi hasta ahora transitada a lo largo de mi ovoidal existencia.

El exterior lúcido de la mañana me sorprendió por su tranquilidad festiva, desentendida, jovial y relajada. Era sábado, no porque yo supiera que era sexto día de la semana, sino porque así lo decían las hojas de los árboles con su batir dulce por encima de mi cabeza por fin libre de acúfenos alienígenas. Lucía el sol con esa gracia primaveral de los días de feria. Grupos de jóvenes venían o iban al monte con sus mochilas a la espalda. Rostros tersos, pero juveniles, resplandecientes de vigor, sonrosados y vitales. Padres con hijos pequeños. Unos circulando por el carril bici. Otros, entretenidos jugando al pille, a la pelota, dando gritos divinos como ángeles en día de asueto.

Un hombre mayor se cruzó en mi camino. Andaba a pie suelto, satisfecho, como redimido, en paz consigo mismo. No conociéndome de nada, me saludó como si me conociera de siempre. El entorno, cuando nos abraza desinhibido y exonerado de obligaciones, hace amables a los hombres. Recuerdo que llevaba una bolsa de plástico de cuyo interior me llegó un fuerte olor a churros recién hechos. Luego, pasé por la puerta de un chino; y escuché como una mujer que llevaba un bolso negro como quien arrastra una mula al herrador, le decía a otra:
Estoy harta de mi marido. Me ha chupado la sangre durante cuarenta años. Tengo el hierro tan bajo que no me tengo de pie
Tras oír estas palabras, aligeré el paso, no fuera a creer la vecina que yo era el marido de la mujer del bolso con volantes que barría el suelo de resoles amarillos. Atravesé un sendero bordeado de romeros en flor que venía a parar a un jardín infantil vallado de maderas, risas de colores en vertical, puestas delante de mis ojos como arco iris de carcajadas en ristra.

Seguí andando con el sosiego de quien no tiene necesidad de llegar a ningún sitio. Y percibí en mi carne esa sensación agradable y desinteresada, tantas veces sólo sentida desde la frialdad de una mente sin entrañas: no me importaba no llegar a ningún sitio, porque cada paso no más, era mi meta propuesta.

Nunca me preocupé en mis años jóvenes de ir por ahí vagando sin rumbo. El placer de la aventura refrescaba las olas de mi nave frente a la virginidad de puertos intocables, que no por no ser tocados, me fueron vedados.

Tal vez sean los años los que ahora me están metiendo entre ceja y ceja esta obsesionada manía: que mis pasos por narices han de tocar puerto alguno, y saber que este atracar tierra o acabóse será precisamente la meta. Pero aquella mañana fue distinto. Al bajar de mi aeronave y no tener donde ir, en medio de una ciudad en la que todos tenían su cometido, me sentí muy solo.

Los caminos de los jóvenes de la mochila tenían sentido. Los veía felices, en compañía, confiados, aunque no tuvieran de antemano definido su final. Al hombre de los churros se le notaba ilusionado.Y aunque caminaba solo, parecía que la humanidad entera fuera su pareja. Incluso la mujer malhumorada, la resentida con el marido, tenía su rabia como razón de vida.

Sin embargo, yo en medio de aquella mañana acogedora, momento privilegiado y henchido, ¡qué contradicción!, me sentí perdido en medio de la nada. Nada ni nadie, ningún conocido, bar, club o cigarro amigo con quien compartir o donde refugiarme. La tristeza se ensaña con nosotros, cuando más ella misma se ve rodeada de tanta felicidad. Y este no tener a donde llevar mis pasos, me sumieron en mi propia desaparición. Era yo un callejón sin salida. Y de pronto, en medio de la mañana soleada de aquel núcleo urbano, titirité de frío. Y fue entonces, cuando vine a desembocar en una plaza enorme. Allí estaban convertidos en estatuas todos aquellos con quienes antes me había encontrado en el camino: mujeres, hombres, jóvenes y niños. Y mi susto y mis miedos se multiplicaron por mil demonios enloquecidos, al comprobar que entre todas aquellas estatuas, allí no estaba la mía.

1 comentario:


  1. ¿y cuánto tiempo calculas que te queda para ser convertido en una estatua?
    Tal vez, y como paso previo, somos ya estatuas ambulantes. Erasmo tendrá razón.
    Me ha encantado tu relato.

    saludos

    · LMA · & · CR ·

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