viernes, 24 de abril de 2015

Simonetta Vespucci




Andaba yo por el arrabal de Solferino y en esto que me encontré con una palabra inmaterial. Sé yo de la inmaterialidad irreal de las palabras, por eso para referirme a ellas casi siempre acudo al color, metáfora y soporte más carnal, sensual  y asido. Iba, como todas las palabras, vestida de su desnudez más íntima y pudorosa. Su sobria elegancia desprovista de collares y aderezos despertó mi curiosidad lectora, loca y vergonzosa.

No he de remarcar que este término, verbo de rubio encanto, era muy del género femenino por no pecar de sexista. Pero a decir verdad, más que una simple palabra, era nombre propio en toda regla diseñado. Y aunque confundí los vuelos de su pelo con las olas doradas de los mares de Liguria, he de reconocer cierta frialdad y excesivo recato, tal vez por mirarla yo de manera tan codiciosa.

Las letras de su grafía balanceaban su esbelta figura en códice, preciada edición príncipe, manantial del placer escrito, que tanta admiración y deseo despertara entre los adonis y gramáticos de Florencia.

Llana era su dicción, voluptuosa y abierta, como desbocado el deseo que en ese mismo momento irrumpió en mis destemplados instintos. Las caderas de esta dicción silbante, dental, líquida, labial y sugerente pendularon mis latidos con acelerado y codicioso impulso.

La cadencia de su deslizante escritura, derramadas sílabas en el jugo de la base de su concha pronunciado, me llevó a seguirla de cerca, hasta el punto de acercar mi vista a su libidinosa presencia.

No soy de los que se acomodan fácilmente al patrón del vulgo, que no me conformo con cualquier voz extraída del María Moliner. Reconozco que soy un clásico renacentista en esto de cortejar palabras. En el encuentro casual con este vocablo del que os hablo, confieso que se me dilataron los ojos ante su ardiente, insinuosa y excitante aparición. Embriagado fui por el aroma a mar y mirto de sus letras navegando en dulces bailes como rosas. Y tanto fue mi deseo por ella que llegué a entrecomillarla, encursivarla, subrayarla con acosado y atrevido trazo en rojo floral intenso.

No quiero que seáis vosotros los que adivinéis esta palabra que a mi me quitó el sentido esta mañana, no vaya a ser que llevados de vuestro varonil impulso, al yo decirla, me la quitéis. Es mía, que me la encontré primero: Castidad se llama esta hermosa palabra de doncella revestida.

Pero ¡ay dolor!, esta Reina de la Belleza, como todas las palabras con las que a diario me cruzo por los arrabales de la vida se murió muy pronto, tan pronto que antes de yacer con ella, ni la vi nacer siquiera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario