lunes, 30 de marzo de 2015

Cándida una cierva



Et era ’l sol già vòlto al mezzo giorno;
gli occhi miei stanchi di mirar non sazî,
quand’io caddi ne l’acqua, et ella sparve.
Il canzionere. Soneto 190. Francesco Petrarca

Los ojos de quien hoy, después de treinta y cinco años, es ya un hombre mayor, no se cansan de mirar a la chica que antaño de muchacho quiso como quien encandilado observa una flor sin mancillarla siquiera. Y aún hoy, sin tenerla delante, la sigue contemplando, si cabe con mayor claridad y frescura que cuando de mozo no le quitaba los ojos de encima. Mientras ambos fueron jóvenes, hablaron, salieron juntos, se rieron, fueron amigos. Pero nunca hicieron el amor. Cada cual siguió su camino. Ella, consiguió una plaza como administrativa en Correos. El montó un pequeño negocio como representante y distribuidor de vinos de una bodega en la comarca del Bellario.

El muchacho luego se casaría con otra chica de la que creyó estar enamorado. Tuvo una hija, se estableció por su cuenta. Ella a su vez, sin dejar la Caja Postal, formó una familia con otro hombre que en nada se parecía al muchacho aquel que por ella estaba hasta sus huesos.

Aquel joven muchacho, –hoy hace treinta y cinco años-, tras intensos días de lluvia y viento, sentado está debajo de un nogal frente a la primavera recién amanecida. Y en esta tarde de cálidos brotes, siente, ahora como entonces, un comezón, un anhelo muy echado en falta. Y se pregunta el hombre, hoy ya mayor:
¿Es que para amar a la mujer que quise y quiero es preciso haberla perdido?

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