lunes, 22 de diciembre de 2014

La fábrica de la alegría (Cuento de Navidad)




Le llamábamos Deprofundis. Tenía cara de funeral. Deprofundis no conocía la risa. Llorar era su arte. No podía reir. Tenía soldado el hueso del chiste. Desde muy pequeño Profundito conoció las siete caras del llanto. La del hambre, la culpa, la rabia, la del miedo, la de la ausencia, la del trabajo y, sobre todo, la soledad. Todos los niños de su tiempo nacíamos con un pan de castañuelas debajo del sobaco. Depro, en cambio, nació con dos lágrimas en la mano y en sus ojos un llanto intenso.

Deprofundis era triste de nacimiento. Tal vez por eso, todos los compañeros le dábamos la espalda. Yo fui su amigo, pero sólo un tiempo. Sus padres, los maestros, los payasos de la tele, nadie conseguía hacer reír a Profundito.
Ya verás, mujer, como se le pasará, -consolaban las vecinas a la madre de Profundito-. En cuanto tu hijo se enamore, todos los músculos de su cuerpo serán una eterna sonrisa.
Pero las chicas del barrio, al ver la misma pena andando, esquivaban el dolor. En unas Navidades almibaradas de turrón y pandereta, ellas querían juerga, y no pasear con el llanto en persona por las calles alumbradas y bulliciosas de un pueblo de árboles con estrellas, campanitas y regalos. Bastante tenían las pobres, cada vez que retrasaban las tareas de la casa, ver la cara avinagrada de sus madres.

Deprofundis crecía, y su malhumor aumentaba. Un día, apiadado de su estado, le animé a que fuera a La fábrica del placer, un lupanar de la carretera de Madrid, por ver si allí una buena hembra sacara de aquella su cara mustia y desangelada un ay de felicidad. Y le dije a Deprofundis:
Allí, disfrutarás de las siete carcajadas del mundo: la evasión, la apetencia, el anonimato, la distensión, la fugacidad, y el poderío.
Y viendo yo que Deprofundis por estas vías y andadas no conseguía desprenderse tampoco de su tristeza, le aconsejé que visitara a un risoterapeuta, don Felícitas del Riso, a la sazón primo mío. El especialista, sesión a sesión, masajeaba los pómulos del hombre que nunca reía, hurgaba la risa con una pluma de pavo real sobre las plantas frías de los pies de su cliente, avivaba las aletas de su nariz macilenta con crema de propoleo; pero escaso era el avance. Don Felícitas, agotados los recursos físicos, cambió de táctica. Esta vez utilizaría técnicas más avanzadas de persuasión y conocimiento:
Así, con esa cara de besugo no llegarás a viejo; La risa es el gen de la inmortalidad. Si hasta los perros ríen, ¡no vas a ser tu menos! Haz un esfuerzo, Depro, estira el malar, muestra con dulzura tus dientes, pon la boca como si dijeras wiski...
Fue inútil. Depro, a base de piruetas faciales, estiramientos de labios, videos divertidos y otros más sicologicistas, conseguía simular la risa, pero su risa era impostada, externa, no le salía de dentro. Mi primo el terapeuta, me decía:
Así como hay gente que se rie por fuera y llora por dentro, tu amigo muy dentro, muy dentro, aunque no lo manifieste, tal vez guarde un poco de esa alegría, que es de todos. Será cosa de esperar.
El del Riso, desfacedor de aflicciones y entuertos, no cesaba en su empeño. Aprovechando que, por aquellas fechas se celebraba la Navidad, quiso, a través de terapias innovadoras, que Deprofundis reviviera fiestas tan felices y hogareñas. Y los tres juntos, risoterapeuta, cliente y yo mismo en persona, salíamos a empaparnos de las bendiciones jubilosas propias de esos días. Es cierto que Deprofundis, cuando veía el caganer del Belén, las estrellas de celofán, o escuchaba los villancicos, o las felicitaciones del Rey, un atisbo de felicidad relampagueaba en su rostro. Pero a la legua yo notaba que su reir no era sincero. Para mi no había nada más desagradable que ver a Deprofundis reír a la fuerza.Y me distancié yo también de mi amigo.

Al final de los días arrebatados de este cuento, mi primo el risoterapeuta me dijo que Deprofundis estaba en las últimas. Un cáncer de tristura. Fuí a la casa de mi antiguo amigo. Me sorprendí al ver, ¡por fin!, en su cara una profunda sonrisa. Y estas fueron las palabras que escuché de sus labios moribundos:
La risa es la misma mueca de la muerte franca. La alegría no se compra en ninguna fábrica o supermercado. Tampoco nos la regalan en Navidad, ni se adquiere en un diván. La risa, amigo, es un músculo de alma.


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