viernes, 17 de octubre de 2014

Silencio a gritos





Sentado estoy en la puerta de casa. Contemplo el amanecer. Un reguero de nubes se extiende por el levante. El día romperá tarde. Me tomo como de costumbre un café cargado de espabile y buen ánimo. Miro a la distancia, allá donde el desánimo, la oscuridad y la recesión se desnudan. Antes de que salga el sol, o mejor, para que salga me pongo a culebrear letras tortuosas, sin relieve, ilegibles, arañazos sobre el papel que se duele incruento sin supurar sangre apenas. La escritura se resiste. El tintero está vacío. Esta mañana bajaré a la ciudad, pasaré por la Librería y me haré con un par de cartuchos de tinta. La tinta como la pólvora y las palomitas se guardan en cartuchos.
¿Para qué seguir escribiendo, si mis escritos no llegan a ningún sitio? –le digo al librero, una vez los dos sentados frente a frente en la mesilla de la trastienda. Mis párrafos, mis deseos son como el río Guadalentín que muere nada más nacer. Si a las hojas no les da la luz, dejan de ser verdes, dejan de ser hojas. Todo tiene un fin y se mueve hacia ese fin. Y mis escritos son palabras sin tinta, trazos ininteligibles sobre el agua, cosas inexistentes fuera del alcance de la luz que los alumbra.
El librero me recibe con la cordialidad de siempre, aunque con su habitual batería de doctrinas semánticas. Dejo que hable. Me limito a ser espejo quieto de sus palabras extravagantes:
La escritura es para la lectura, las estrellas para el cielo, los pies para caminar. Sólo saliendo de la tautología del rígido narcisismo se crea el movimiento. Tus escritos dan vida a la protagonista de tu libro: La Mujer de Plutón. Ella puede morir tranquila pues su vida permanecerá más allá de la caducidad de su carne. Su marcha ya nunca será definitiva, pues siempre que alguien pase los ojos por tu cuaderno, alentará con su recuerdo el caliente aleteo de su respiración. Día a día, página a página estás inmortalizando a esta valiente y buena y mujer.
Estoy ya cansado de escribir. Me parezco, amigo, a un cuervo frente a los habitantes de mis relatos. No quiero perpetuar por más tiempo con mis anotaciones carroñeras el triste declive de su final anunciado.
Si en lugar de comportarte como un frío reportero, describiendo cómodamente desde la habitación de un hotel la guerra en la que se debate tu protagonista, bajaras y te empaparas del dolor que transpira su alma..., quizá te sentirías mejor. Es fácil reflejar con maña un espectáculo escrito. Hasta que los temblores de la mujer que presiente su muerte, no sean tu propio estremecimiento, reseco quedará tu tintero, manantial de tu agotada imaginación. Blandamente recostados en la butaca de tus representaciones, nunca los puñales del drama o las canciones de la alegría que se dan cita en el fragor vivo de las escenas que recreas, serán tuyos. Si pudieras comprender que tu, como Sean Penn de Tim Robbins, estás también en el corredor de la muerte, ya no necesitarías compadecerte por el rostro sangriento de la luna. Las heridas de sus dentelladas punzarán de dolor tus entrañas. El gemido lastimero de una flor que se abre será tu propio llanto. Tampoco será necesario que esperes al amanecer, puesto que el sol estará ya dentro de ti.
El librero termina de hablar. Me levanto de la silla y traspaso con mis ojos el escaparate. A través de los cristales, veo la pequeña placeta que bordea como una dulce bahía el establecimiento. Siento el aire que reune a los chopos que crecen fuera formando un triángulo equilátero. Su sombra pinta con precisión y serenidad el resplandor de un beso entre dos jóvenes sentados bajo la espesura de los árboles. Me fijo en la diáfana luz que emana del corazón de los muchachos, y le digo al librero sin mirarle siquiera a los ojos:
La casa de nuestro cuerpo tiene espaciosas ventanas para observar el color de las flores, sentir el frescor de una sombra, escuchar el canto de los pájaros, sentir el suave tacto de una caricia, oler el sudor enamorado..., pero dime ¿cuáles son los sentidos a través de los cuales accedemos a las riquezas o indignidades de nuestro mundo interior?
El librero no tarda en responderme. Su espontaneidad es tan ligera como inadmisible para mi entendimiento:
El silencio, amigo, el silencio. 
Con contestación tan rápida y maximalista, para mi que se equivoca este hombre. Y le digo:
El silencio es una blasfemia entre dos personas que se quieren y no se hablan. El silencio es soledad, temblor y vacío. Hace un tiempo leí que Dios era el silencio. Una bonita palabra puesta en boca de poetas. Cuando las palabras callan, habla el silencio, venís a decir todos los que como tú gozáis de salud, libertad y afecto. Pues en este silencio de palabras fecundo del que me hablas, yo no oigo nada, sólo ruido, silencio a gritos, vacío, vacíos llenos de carga que pesan como ruedas de molino sobre las palabras incomprensibles que escribo.


1 comentario:

  1. Si, Dios es silencio...y los poetas sus profetas ...hablan para no decir nada...Hay que escuchar el silencio

    ps : me gusta...si hay que "justificar" lo haré. :-)

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