lunes, 29 de septiembre de 2014

Muertos de risa





El hall de este hospital se parece a un mal cruce de caminos. Cuatro cuerpos estilizados de sillas plastificadas de un mortificante amarillo forman un cuadrado de asientos, donde familiares esperamos con cierto temor información sobre nuestros enfermos ingresados. Por encima de nuestras cabezas, un cuadro grandísimo. Según se entra a esta sala, por el lateral izquierdo, formado por amplias cristaleras, se filtra la claridad de un patio de luces ajardinado. Enfrente, arranca una desabrigada escalera que da acceso a una serie de despachos en cuyas puertas en verde tapizadas, veo unos letreros: Sala de Juntas, Registro General, Gerencia, Suministros. Rótulos todos relacionados con el producto que aquí se fabrica: pacientes. Impacientes, este es el cartel que mejor le iría. No tengo otra cosa que hacer, así que detengo mis ojos en los iconos de las distintas dependencias de este hospital: Aseos, Cafetería, Ascensores. Detrás, tres mostradores móviles, uno para Información, otro para Entrega de Documentos, y el tercero, Citaciones.

Nadie en este hall, a no ser nuestras caras de circunstancias, diría que esto es un centro de enfermedad. Ellos prefieren llamar: Centro de Salud. Arquitectos, promotores, carpinteros, pintores, curas y políticos, todos se confabularon para emblanquecer la enfermedad, para pintarla de verde, y así ocultar el morado inapelable, de su fatalidad ineludible. Tras los escaparates de este establecimiento: nada de lo que se vende en ella. Voy a Cafetería. Este bar parece el aparcamiento de una gasolinera. Y la sala de espera, este bar, el hospital entero no son un apeadero, soy yo el que así me siento en este andén de enfermos, pasajero, consumidor y caminante efímero. Llegará el día en que no quedará tampoco rastro de mis huellas. Pido un café y me pongo a escribir aquí mismo para desafiar a la muerte. No me importa, ni me acobarda que una mujer me mire recelosa. Siempre que me pongo filósofo me da por escribir como un estúpido. Y es tanto mi afán, que no reparo en hacer el ridículo con cara tan metafísica, cual otro Dante ante las Puertas del Infierno. Como si mi escritura quisiera rejuntar las partes desencajadas de mi cerebro, como si mis palabras tuvieran respuesta a cuestión tan debatida y no resuelta: Muerte y vida, dos realidades enfrentadas e inseparablemente unidas. 

De vez en cuando miro al pasillo por ver si aparece un médico que me informe del hígado, de los pulmones de mi amigo enfermo. Desde aquí, veo mejor aquel cuadro grande de la entrada. Tiene más de cinco metros de largo por dos de alto. Lo firma un tal Fuerte. Otro neologismo más, tergiversado y embustero: Contrametáfora del 92. Franjas verticales del mismo tono que el plástico amarillo de los asientos, rasgan con aspereza el lienzo hasta llegar a su base, donde unos bloques de cemento marrón oscuro frenan la fogosidad luminosa de color tan hiriente y girasoleado. De nuevo la dicotomía vida y muerte. Y sigo escribiendo tratando de encontrar sentido al sinsentido. Intento descubrir alguna relación entre la obra pictórica y su contexto hospitalario. Por el carácter de abierta estructura, esto parece más bien una plaza de abastos. Disipación y barullo. Mejor hubiera sido que los diseñadores hubiesen impuesto en su trazado líneas más íntimas para que el críptico silencio requerido se enseñoreara con mayor recato y compostura. Los constructores apostaron por hacer de este hospital una oficina de servicios múltiples, vaciando así su finalidad, el hálito casi monacal y místico que por ley debiera corresponder a este recinto hospitalario, sede del dolor, y espacio para la conciencia y el recogimiento.

Me pasa lo mismo con los tanatorios. Las pocas veces que por imperativo acudo a estos palacetes fúnebres, me siento gélidamente distante del duelo que allí se celebra. Su decoración aséptica, comercial y estándar, con cafetería incluida, sus horarios de cierre, sus uniformados celadores, convierten a la muerte en un producto más del mercado. Y allí como un pasmarote me planto, como si guardara turno en una pescadería. Todo lo relacionado con la enfermedad y la muerte no debiera ser moneda de cambio, pretexto para pasar por alto el interrogante de nuestra fugaz existencia. Esta eterna pregunta requiere un contexto más apropiado.

Y soy sorprendido ahora por la algarabía de un grupo de payasos que entran en la cafetería. Van disfrazados de médicos con sus narices de tomate, sombreros de colorines, y zapatos como barquichuelas riendo a mandíbula abierta, muertos de risa. Son los médicos de la risa. Han venido para sanar con su humor la enfermedad de estos pacientes. No sé si es bueno banalizar sobre la muerte. Frivolizar acerca del dolor, querer endulzar su amargura. ¿Acaso con estas zarandajas no sangramos más su mortal herida? Me pregunto si la mejor manera de combatir la muerte es venciéndola con chácharas, risas y serpentinas. ¿No sería mejor que aprendiéramos a fundirnos con ella cual aleación insoluble? No se trata de resistir, sino de dejar que la muerte nos mate con su inercia, llevarnos bien con ella, para que llegado el caso, seamos bien tratados por su dulzura. Ser vida con la vida, muerte con la muerte, tormenta con la tormenta, risa con la risa, para que el vendaval de los miedos y angustias no pueda con nosotros. La muerte no es el miedo, no es violencia, es el natural desenlace de nuestra existencia. Inconscientemente creemos que con la risa espantamos la seriedad de la muerte. Y no es la muerte nuestro natural enemigo, es su miedo el que me mata.

No hay comentarios:

Publicar un comentario