domingo, 21 de septiembre de 2014

La muchacha sin nombre




la muchacha no es sangre lo que le ponen. La bolsa, que cuelga, parece, por su color, aceite de almendra, jarabe de limón, o de jengibre. La muchacha tendrá no más de dieciocho años. Rodea su cabeza un pañuelo rojo lleno de lunares blancos. Joven pirata por mares de plasma. Sus ojos, surcan intrépidos el océano de la vida. Y las aletas de la nariz, como velas de un barco, inspiran sensualidad, otean frescas el placer del horizonte. Le acompaña su madre. La muchacha del tafetán de lunas no para de mirarme. ¿Y por qué me mira así, tan asustada y fija? Yo no soy su miedo, ni el túnel que pronto atravesarán sus pies desnudos. ¡No te quites, niña, nunca las zapatillas de andar por casa! Calza la joven zapatillas playeras. Por las correas sobresalen sus uñas bien cuidadas y pintadas de savia verde. La muchacha pirata lleva pendientes de anillos, haciendo juego con el color hierba de sus ojos tiernos. Madre e hija por su desenvoltura y galanteo muestran enormes ganas de vivir. Mientras disimulo estar embebido haciendo un crucigrama en un laberinto de ultratumba, paso revista a su cuerpo de gacela herida enredada entre espinos de suero. El pañuelo que cubre su cabeza pelada, tiene un coqueto dobladillo sobre su frente triangular y sin arrugas.

La distancia que me separa de ella es el espacio que ocupa un sillón vacío que hay entre nosotros. En una de sus muñecas, la muchacha pirata lleva grabado un nombre. Quisiera saber cómo se llama. El nombre, nuestra fe de vida. Sé que sus pantalones son negros, que lleva un polo blanco con rayas azules como el cielo de sus ojos navegantes, pero no sé su nombre, como tampoco sé qué le pasa, ni por qué beben sus venas de este gotero melocotón de almíbar. Tal vez a esta joven pirata no le pase nada, salvo que su sangre no es como la del resto de los mortales. Miel de arrope es el caudal de sus ríos subterráneos que guarda entre el majuelo de sus manos dulces, como la sangre de las diosas del Valle Eterno, bosque de misteriosas encrucijadas. El pañuelo con el que hoy cubre su cabeza, es la gorra marinera de sueños surcadores que ayer oteaba en la playa.

El nombre de la pulsera no es su nombre, si fuera suyo, esta muchacha ya estaría muerta. Los nombres no mueren. La pulsera se la regaló un amigo, ese sí que morirá, cuando ella deje de vivir mañana. Por la pinta de los rizos dorados de la madre, la melena de la muchacha pirata, por ser más joven, debiera ser más bella y fresca. Estoy a punto de preguntar a la madre qué hacen aquí, que me diga qué le pasa a su hija, algo, qué edad tiene, o al menos me diga que no es su nombre el que lleva sentenciado en su muñeca. No conozco a nadie que no tenga nombre. Las cosas sin nombre no existen. Y tal vez por ello estas dos mujeres son diosas de un bosque eterno navegando inmortales por la espesura de mi imaginación inexistente.

Entra el enfermero con su silencio a cuesta. Y corta mi atrevimiento. Viene a retirar el tratamiento de la joven pirata. La madre ayuda a levantarse a la muchacha sin nombre. Lleva cogida a la hija de su espigada cintura por la salida del hospital, no sé tampoco hacia dónde. Un fogonazo de luces encandiladas se cuela por la puerta de entrada. Ambas desaparecen. Y con ellas, también mi saber. La hija, sin nada, completamente desnuda. Antes de atravesar el control, la joven es obligada a dejar todos sus atuendos encima de la cinta transportadora. Y así en cueros, sin nombre, ni pulsera de identificación, pasa el umbral. Al no tener nombre, la muerte jamás podrá nombrar a la joven pirata. Nadie sin nombre figura en lista de espera alguna. Al igual que los inmigrantes sin nombre, tras saltar la valla, jamás debieran ser devueltos a Sierra Leona.



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