domingo, 14 de septiembre de 2014

Cual otra Anfítrite




Cada cierto tiempo, manda un giro de dos mil ochocientas pesetas a Unex. Estas iniciales responden a una Agrupación de Excombatientes Republicanos. Cuando los socialistas llegaron al poder, le pusieron una paga a las viudas de los que pelearon en el bando rojo. Si su marido no logró la victoria, al menos ella, cobra treinta mil pesetas todos los meses, por ser viuda de un teniente de la República. Guiada por la misma generosidad que llevó a su marido como voluntario al frente, ella colabora cada año con una modesta aportación a esta Asociación. Su apuesto guerrero fue abatido, primero por los disparos fratricidas de una guerra civil, y luego por el quebranto mortal de una cirrosis que no le dejó ver a sus hijos casados, como tampoco disfrutar de sus nietos.

Hay momentos en que la veo como si se despertara de un pesado sueño, tras una larga caminata, andando más de 12  kilómetros para ver a su marido en la cárcel. Va con su cesta cargada de víveres, víveres que bien sabe ella que van a se requisados por los guardias para engorde de sus barrigas facciosas. Y pestañea con obsesión aplicada, mira queriendo reconocer lo que ya sabe de sobra. Ahora, estira sus manos, palpa el tablero liso de formica de la mesa sobre la que está sentada, lo toca y lo retoca, como el ciego que manosea los lugares y las cosas cotidianas de su existencia para orientarse y encaminar sus pasos por la negrura de su habitación. Es muy aburrido despertarse todas la mañanas, y ver que los ladrones del tiempo te quitan los víveres de los días, y se interponen con sus fusiles en alto, no dejándote comunicar con el esposo preso.

Como hoy, a las once, viene don Isidro, el cura de san José, a darle la comunión, para que esté bien guapa, le digo si quiere que la arregle un poco. Tiene una pequeña calva al inicio de la cabeza, donde termina la frente. Todo empezó hace unos veinte años. Un leve cabezazo con el saliente de una estantería. Ahí mismo, le salió un pequeño bulto: Histiocito sarcoma. Luego vinieron las sesiones de radioterapia. Mientras le corto el pelo, tengo tiempo de fijarme en su redondeada cabeza, su cuero cabelludo ciñéndole ajustadamente los huesos de su calavera, su curvo cuello, las orejas grandes. Conforme la vejez acorta nuestra talla, magnifica nuestras orejas, las engrandece, las estira como si fuesen los pámpanos de la cepa de una vid. Los repliegues de sus orejas son pura orfebrería. Sus lóbulos inferiores están rematados por dos pequeñas gemas negras. Los pendientes le confieren un aire distinguido, pero sin ostentación. De joven, tuvo ese aire entre juguetón y rebelde, que aún conserva con un tinte inteligente la ironía de su nariz perfecta. Un surco separa grave el labio superior, dándole a su semblante cierta seriedad contenida.

Este pelo que ahora, ayudada del peine y las tijeras, le corto, antes lo llevaba largo y estirado para atrás, como las bailarinas de ballet, cogido en un moño en la nuca, como lo llevan aún algunas ancianas en la huerta. En aquella época, ella no se atrevía a cortárselo, ni tampoco ir a la peluquería para hacerse la permanente. Eso sólo se lo se lo permitían las señoras de los señores, las señoras de abolengo, aquellas señoras acomodadas a cuyas casas ella iba a servir. Criadas y señoritas, que para diferenciarse, debían llevar, las primeras, como un estigma, el porte descuidado, frente al sibaritismo de las segundas. Su frente es pequeña, pero despejada y sin arrugas, refleja brillantez y nobleza. Su nariz es hogareña, familiar, como cercana e íntima. Está muy lejos de parecerse a esos epígonos de narices altivas que amedrentan e intimidan, o de aquellas otras casquivanas y respingonas o mentirosas. Su maxilar es compacto, sin estridencias, ni radicalismos, propio de aquellas personas prudentes, comprensivas, capaces de ponerse en el punto de mira de quien tienen delante. Su barbilla aún conserva un cierto aire de alegre sensualidad, entre la complicidad y la amistad. Los repliegues, que desde las aletas de la nariz bajan hasta la comisura de sus labios, le dan un recio tono de fortaleza y aguante. Este endurecimiento aparente contrasta con el conjunto infantil que refleja su rostro.

Terminado el corte de pelo, ya metidos en pleno zafarrancho, la lavo toda entera: Todo muy artesanal. No está ella para que la ponga bajo la ducha. La enjabono, la enjuago con un cazo, como antaño, cuando el agua aún no corría por las cañerías. Su cabeza parece la de un pollo sacado del agua. Ella esconde pudorosamente entre los repliegues de su piel su avergonzado pudor. Parece la mismísima Anfítrite. Tras estas abluciones, una vez sentada en su sillón, exclama: Señores, señoras, he quedado como una diosa salida del mar. Su cara barnizada, una muñeca anacarada. Trasluce un sonrojado aspecto, capaz de enamorar de nuevo a su marido aquel teniente del ejército republicano o al mismísimo viático que a punto está de traerle don Isidro.

Y la veo ahora, digna y respetuosa, limpia, con su mejor vestido. Y en el momento que el cura le da la comunión, casi sin poder, como un resorte se pone de pie, tiesa, como lo haría su marido ante la bandera tricolor de la República.

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