martes, 19 de agosto de 2014

Vade retro





Nada más empezar el primer párrafo de La mala hora, (El padre Ángel se incorporó con un esfuerzo solemne...), su lectura me retrotrae a los cincuenta y tantos. Y estas letras me encaminan a otras, que otrora yo viviera en primera persona. Tendría yo entonces 10 años. Dejo el libro abierto a un lado, y me pongo a escribir en el cuaderno que, como lápiz al dedo, siempre traigo junto al libro que leo. Leer es escribir y, también, recordar. La lectura y su poder evocador. La lectura, como el río al barbo, me lleva a las aguas de la escritura. Y siento sed de escribir:

Y veo al cura de la novela de García Márquez, ese buey manso con ademanes tristes y densos, en otra figura, en la persona del Sr. Casimiro. No sé, pero es lo que tiene la escritura: para unos, invención, para otros, resurrección, y para mi, como en este caso, memoria, apariciones o refritos de viejas historias de mi infancia.

Si aquel hombre, que el escritor colombiano eligiera para su tercera novela, era grande y sanguíneo y de manos huesudas, éste que veo ahora, es cándido, con el cuello encorvado, andares de pato, cara de poeta y manos brillosas como las de un alfarero en plena faena. No siempre somos lo que parecemos. Casimiro, por su apariencia y nombre inusual, pudo haber sido escultor, pianista, obispo, incluso hasta registrador de la propiedad; pero tan sólo llegó a sacristán. Y aún oigo el torpe acarreo de sus pies planos sobre los agrietados mármoles del suelo de la Basílica de Azulada, como si de sus tobillos colgaran las cadenas de un condenado; y los ayes de sus pasos retumban bajo la cúpula; y hasta ensombrecen en la bóveda, entre las vidirieras de colores y las nubes celestes, el sonreír de los ángeles que Muñoz Barberán, allá arriba, andaba pintando por aquel verano.

Y si los nardos bajo la lluvia le recordaron al padre Ángel de La mala hora la canción El mar crecerá con mis lágrimas, a mí los calores de la Virgen de agosto me llevan a los responsos, las salves y los pange linguas que cantaba Casimiro, aquel sacristán que tanto se parecía al santo que había en una pequeña capilla, nada más entrar en la basílica. Recuerdo las paredes de esta capilla pintadas en un azul cantarino. Los zócalos, cornisas y todas las llagas del retablo, ribeteadas en un verde manzana. Decoración, que a mi corta edad y conocimiento, resultaba modernista, en comparación con la triste oscuridad del resto de las capillas, repartidas casi en una docena, entre las dos naves laterales del templo. En una placa de piedra labrada sobre la pared del evangelio, sobresalía la silueta de dos cabezas, un matrimonio adinerado de Azulada; ella, con un moño muy bien peinado de mujer romana; y él, con unos bigotes desastrosos, impresionantes que lustraban los mismísimos zapatos del santo. Un poco más arriba, la imagen descansaba sobre una peana que nacía, como cabo de mar, del azulete de la pared. Y al pie de la losa labrada en piedra: el nombre de los señores, unos tales de Mergelina y Luna, que habían sufragado los gastos de la compra del mencionado santo de madera, obra de un afamado tallista de Azulada.

La piel de Casimiro, tensa, pulimentada. Nadie diría que, tanto él como el santo, andarían por la cincuentena. Y llegué a confundir a Casimiro con aquel bendito de coronilla pelada, ojos estrábicos, coloretes en los mofletes y cejas perfiladas. Al padre Ángel le gustaba la buena música de Me llevará este sueño hasta tu barca; no sé si le hubiera gustado también oír el gori gori de los entierros del señor Casimiro. El sacristán cantaba con voz inconsolable y aflautada; pero yo le veía en otra cosa. Más pendiente que el viento no volteara las hojas del misal, de avivar los granos del incienso, de darle el hisopo del agua bendita al cura, y si fuera menester, pasar al mismo tiempo la bandeja de las limosnas entre los deudos.

Casimiro, además de sacristán, era Hermano de la Cofradía de Nuestra Señora de la Aurora, su oficial campanillero. Sus campanilleos dorados eran soporte y ritmo de aquellos cantos madrugadores. Cada viernes de cuaresma, antes de que saliera el sol, una cuadrilla de hombres hirsutos, acartonados, alrededor de un estandarte desgastado de la Virgen, procesionaba las calles de Azulada. Sus fúnebres melodías monocordes frenaban la llegada del alba, sumían en un sueño tonto y eterno las madrugadas de niños y mayores. Y es que Casimiro, hubiera podido ser, además de auroro y sacristán, también bombero, apagador de aquellos fuegos del Purgatorio que llevaban a mal traer a unas pobres ánimas en cueros corriendo a la desbandada entre simas y barrancos medievales por las calles principales de Azulada.

Veo a este hombre vestido de dos maneras: con un guardapolvo marrón, como las sayas del santo de beatífica estampa de aquella capilla de los Mergelinas, o con una sobrepelliz de puntillas, el mismo roquete que sobre sus pliegues de madera de cedro vestía aquel santo con cara de doncella, cuya advocación no recuerdo. Hasta tal punto los dos vestían igual, que por aquel entonces, llegué a confundirlos, y ya no sabía a quien dirigirme, si al santo o al sacristán, cuando mi madre los sábados por la tarde me mandaba a la catequesis.

Casimiro, además de sacristán y auroro, regentaba un estanco, dos calles más abajo de la iglesia. Por aquel tiempo ya andaba estrenando mi hombría junto con algunos amigos de la escuela. Al salir de clase, aviados con algunas colillas rebuscadas, íbamos hasta los cinco ojos, un puente más allá de la estación. Y allí, atrincherados bajo aquellos arcos, entre humaredas, toses y vomiteras, pasábamos la tarde fumando. En aquellos años de penuria, casi todo era pecaminoso. Ser pobre y ser malo parecía lo mismo. Era pecado ver las bragas de una niña, no llamar de usted a los padres, mearse en los soportales del mercado, tener hambre sin un trozo de pan-aceite-y-sal que llevarse a la boca. Y en un mundo tan globalizado de prohibiciones, hambrunas y blasfemias, andaba yo muy preocupado. Y siendo Casimiro hombre piadoso, y a la vez expendedor de tabaco, un día le pregunté si fumar era pecado. Y así sin más le dije: Casimiro, ¿podría usted decirme, qué piensa Dios del tabaco? El sacristán puso sus ojos en blanco. En ellos ví la misma mirada seráfica y enajenada del santo de la capilla de tonos verdeazulados. Luego, bajó su pescuezo abultado a la altura de mi cabeza, abrió su boca dentada en oro, y me dijo con voz sostenida de clarinete requinto. ¡Eso vas y se lo preguntas al padre Ángel, el de la novela de García Márquez!

Así que de nuevo, vuelvo a La hora mala del Nobel, a la página en la que el padre Ángel, en la base del campanario, se dispone a tocar el primer toque de la misa de aquel infausto día en que César Montero acaba con la vida del músico Pastor, el supuesto amante de su mujer. Cierro los ojos para representarme mejor al cura, y así poder preguntarle, si Dios arrojaría al infierno a un pobre niño como yo por fumar antes de hacer la mili.

¿Y qué es lo que veo? Allí, al pie de la torre, un cuarto oscuro sin techo del que cuelgan como rabos de tigre tres largas sogas con un gran nudo en la punta. Está también Casimiro, pero no vestido igual que el santo de la capilla de los Mergelinas, sino transfigurado en el cuerpo de Trinidad, la asistenta del padre Ángel. Y antes de que el cura tire de la cuerda para llamar al pueblo a misa, las manos de Trinidad atrapan con deseo las del padre Ángel. La mujer clava sus negros ojos en la mirada espantada del cura, al tiempo que le dice irrepetidamente: Amor, me quedaré aquí contigo hasta la muerte, hasta la última campanada de mi vida. El padre Ángel no da crédito. Fragor tan ardiente de la criada, la lluvia que no cesa, el estallido de la escopeta de César Montero, la caída desplomada del cuerpo sin vida de Pastor, el clarinete mudo en el suelo, la penumbra de la estancia, todo parece, según el cura, una tentación diabólica programada. Por lo que el padre Ángel, en lugar de acceder a los dulces requerimientos de Trinidad, con ojos de fuego, se desenreda de la mujer, y la manda callar, gritándole cual encolerizado exorcista: Vade retro me satana.

Sin conocer el idioma infernal que el padre Ángel escupe por su boca, bien entiendo yo su improperio. Salgo a estampidas de aquel lóbrego escenario, aún no sabiendo, si sus latinajos van dirigidos a mi, o a Trinidad. Lo cierto es que ya no pude confiarle al cura mis cuitas espirituales relacionadas con el tabaco. Luego, quedé tan desanimado y confundido, que me desentendí también de la lectura de la novela que andaba leyendo.

2 comentarios:

  1. Si la memoria no me falla, el nombre del personaje era el de Agimiro.

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  2. Años después me llegó información de la parte oscura del personaje Agimiro, que al parecer, se movía por la basílica y aún más, por la sacristía, originando situaciones bastante turbias. Zafri.

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