martes, 29 de julio de 2014

Mordeduras del silencio





Después del trabajo, vuelvo a casa. Delante, está prohibido aparcar. Dejo el coche dos calles más arriba, en frente de la tienda de Lucas el de la verdulería. Mi calle es peatonal. Veinte viviendas en hileras, dúplex adosados. Una urbanización de los noventa, construida al otro lado de la circunvalación, a unos siete kilómetros de la ciudad, después de subir un pequeño montículo escarpado de pinos, y convertido a la trágala por imperativo urbanístico en un pequeño parque: otrora, bucólico rincón de jóvenes enamorados. Basta convertir un jardín en patrimonio natural para arrebatarle su encanto.

Para entrar a mi casa, paso obligadamente por delante de la puerta de mis vecinos. Elvira y Guillermo. Matrimonio de unos cuarenta y tantos largos años. Él es administrativo de la Estrella de Levante, la fábrica de cervezas, que al caer la tarde inunda con su olor húmedo a cebada tostada nuestra barriada. Como no tienen hijos, ni tampoco muchas apreturas económicas, Elvira se dedica a los quehaceres del hogar. Antes de que Guillermo regrese de su trabajo, ya tiene ella preparada la cena. Los dos, sentados uno frente al otro, en silencio, se toman el postre: un cremoso arroz con leche, cuyo sabor a canela se cuela dulce por mis narices. A ellos, en cambio, el postre le sabe a lágrimas. El arroz cremoso no endulza el frío anonimato de una pareja que sólo tiene en común el sinsentido encrespado de su mutuo vacío. No hay canela ni limón para un arroz con leche que sabe a ratas, mordeduras del silencio.

Elvira se pasa la mayor parte del día atrincherada en su aislamiento. Y se ve a sí misma cayendo en un pozo junto al marido, ambos atacados por una legión de ratas gigantes que les muerden el corazón, el vientre, los genitales, y le chupan la sangre. Después de trabajar, Guillermo pasa el tiempo sentado en algún banco solitario de la ciudad. Le cuesta regresar a casa. Rehuye reencontarse con Elvira. Ella no tiene culpa de nada, pero Guillermo cada vez más ve a su mujer como una araña muda y laboriosa que lo atrapa y lo aboca hacia la oscura garganta de su soledad contagiosa, el centro angosto de su maternal agonía y castración.

Desde que Elvira, tras su segundo aborto, supo de la imposibilidad de tener hijos, un agujero se apoderó de su cuerpo. Antes, ella era comunicativa y hasta dicharachera. Luego, la conciencia amargada y triste de su esterilidad, la sumió en la abstracción más negra y deprimente. Guillermo, al principio le decía que no tenía por qué recomerse la sangre, que tal vez esta circunstancia enriquecería aún más su relación. Fue inútil. Elvira le decía: Si no es de los hijos, ¿de qué cosa podremos hablar tú y yo? Los hijos son el guión, el palabreo de una pareja, nuestro mutuo corazón. El resto es soledad.

El matrimonio cena en el mutismo más inocente de su apariencia, pero cruel en su sustancia. Se miran sin verse. Paladean callados el arroz con leche, como el niño castigado que se aprende la lección de cara a la pizarra. Guillermo y Elvira no se hablan porque estén peleados, sino porque, para entenderse, ellos no necesitan las palabras. Hacen el amor en silencio como los animales, sin hablarse a los ojos. En silencio comparten su tiempo, sus vidas, su frustración. En silencio se dicen adiós sin jamás despedirse de su recíproca soledad envenenada. Durante más de treinta años de casados, el silencio ha sido el texto hablado de su comunicación más íntima. Tal vez por eso tienen un periquito en su jaula colgada del poste que cae detrás de sus cabezas. El pájaro habla por ellos. Habla el jazminero que Elvira cuida y riega como una zombi cada mañana. Las flores, ajenas a la tristeza de la dueña, cuelgan blancas por la baranda. Habla el aire espeso olor a malta. Saben más sus bocas silenciosas que el loro de doña Amparito, la otra vecina de atrás, que no para de hablar y reñir a todas horas con sus dos hijos y Vicente, su marido.

Veo a Guillermo y Elvira siempre callados, como cansados de tanto conocerse. Tan cansados y conocidos los veo que parecen andar olvidados uno del otro. Se miran entre si, como se miran las rocas del monte que vemos desde la ventana de la buhardilla, como se miran los pinos, hartos y aburridos durante las siestas de julio. Ni una arruga o mueca extraña, ningún gesto nuevo veo en sus caras. El tedio es el hilo que los enlaza. Los gatos de doña Amaparito, siempre corren asustadizos de cualquier ruído y sacudida. Pero cuando pasan por el porche de Guillermo y Elvira, aún estando el matrimonio delante, se quedan quietos, como si allí no hubiera nadie. Pasan junto a ellos como pasa la tarde sigilosa y calenturienta por encima de los tejados de nuestra urbanización, como si nada, como pasa el fantasma de la muerte al llegar la madrugada.

El hombre no piensa en nada. Se le nota en la indiferencia de su semblante. La mujer piensa en los hijos que nunca tuvo, que es pensar en lo mismo que piensa Guillermo. Tampoco piensan las losetas del porche donde descansan las dos sillas donde se sienta el matrimonio. Dicen que un hijo es para la mujer su decir, su habla, su idioma. Elvira, sin hijos, es como una mujer sin boca, nada que contarle a sus vecinas. Para Guiilermo, sus hijos hubieran sido sus brazos, sobre todo ahora que le cuesta ir por los cigarrillos que se ha dejado olvidado no sabe donde.

Esta tarde, después de dejar el coche dos calles más arriba de mi casa, paso como de costumbre por la puerta de Elvira y Guillermo. No huelo a arroz con leche, las flores del jazminero no me saludan. Tampoco oigo cantar al periquito. Le pregunto a Amparito. La respuesta de Amparito, como las pistolas, siempre guarda en su recámara una fuerza explosiva que huele a pólvora:
Esta madrugada, se los han llevado a los dos envueltos en una sábana. ¿Tú qué piensas, vecino?
Yo, Amparito, pienso que una separación tal vez sea la mejor unión para dos personas que se quieren. Como esa nube densa e indiferente del humo que sale de la fábrica de Cervezas. Luego se aleja y deja los árboles del monte siempre vestidos con su mejor verde encendido.

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