viernes, 11 de abril de 2014

Prisionera del olvido





Llevaba ya tres semanas con la intención de visitar a una antigua amiga de camaradería y militancia, amistades y tiempos viejos. Hacía ya mucho tiempo que ella se había dejado en mi casa palabras a medio, conversaciones sin cerrar, preguntas sin hacer, desengaños sin coser, dudas a espuertas, y una chaqueta verde de entretiempo, olvidada como excusa para poder regresar algún día. Esperé que ella volviera. Estaba seguro que lo haría. Pero pasaron los años. Alguien me dijo que andaba sin saber donde estaba su casa. Y puesto que vivía sola, se le había olvidado hasta comer. Sus hermanos tuvieron que ingresarla en una residencia.

Así que aquella tarde fui por fin a visitarla. Pregunté en recepción. Me dijeron que estaba en terapia. A los poco minutos apareció ella, pulcra como siempre, pero cambiada. No me explico como una persona puede ser otra, siendo exactamente igual. Mi amiga siempre cuidó su aspecto. Aunque no necesitó remilgos ni adornos para ser ella misma. Me extrañó que llevara las uñas pintadas. Celo de cuidadores y asistentas. Recuerdo una vez que hicimos un viaje a Roma. Ella ligó más que yo, sin tener que engalanarse mucho. Y hasta anduvo de manitas y arrumacos con un lusitano recio, combatiente y guapo, tal como como se merecía esta luchadora, albañila, concejala, socialista, maestra y defensora de lo humano. Y sé que desvelando estos secretos, no le falto al honor; al contrario, la invisto de dignidad obligada y merecida.

Hay vivencias tan fuertes que me llevan directamente a la escritura. Y como un poseso me pongo a escribirlas antes de que las emociones me dejen sin sentimiento. Y así es como, después de visitar a esta amiga, me puse a vestir de letras lo que esta buena compañera de años me transmitió la tarde que fui a verla. No quería que su vida desapareciera así, sin más, tirada al abismo, como si no hubiese existido. Tampoco quería que su elipse, la que estaba unida a la mía, me arrastrara también hacia la desintegración ágrafa. Irrevocablemente todos estamos llamados a escaparnos de nosotros algún día. Pero nadie que tenga la suerte de estar aún vivo, merece ser tachado de agenda alguna, borrado de cualquier hoja de ruta. Por eso con el martillo de esta pluma quise clavar sobre el mármol indeleble de esta nube internética el recuerdo de mi amiga, para que no se lo llevara el diablo de la amnesia.

En un momento de la visita, en cuanto noté que ella no se enteraba de nada, ni por aludida se daba a ninguna referencia o anécdota de nuestro mutuo pasado, temí ser contagiado por la fuerza de la desintegración de su memoria. Quise animarla, revivir con ella viejas alegrías, evocar antiguas experiencias, viajes comunes, contiendas, compromisos compartidos. Ninguna respuesta obtuvieron mis intentos, evocaciones y tanteos. Me parecía imposible que aquella muchacha no recordara nada. Su cuerpo era el mismo, idéntica su cara, su sonrisa, la de siempre. Aquella nube blanca que se asomaba siempre despejada y segura sin temor a resbalarse por la mentira cristalina de las estrellas fugaces, los rigores del mediodía, las trampas del enemigo, la patronal, la policía. Era la misma, delante de mi estaba ahora, como antaño, izada tras el monte verde de la Cresta el gallo, radiante en el balcón de su casa de la calle de Floridablanca, subida en la carroza de la sardina repartiendo juguetes y pitos a los murcianos. Y tan hondo su olvido se clavó en mi conciencia, que temí también porque mi memoria me fuese robada. Ya no sería mi memoria la mía, sino la suya, desdibujada, las dos devoradas, como pollos muertos por las fauces del Caimán.

Y así al llegar a casa, pasé toda la tarde queriendo sacar de mi, sin poder, la impresión que me llevé al encontrarme con quien yo no me esperaba. Bloqueado quedé, vacío de letras, helado. Insisto, era ella, allí entera, intacta estaba, sin ser condicionada por el tiempo, ni violentada por su nuevo emplazamiento. La vi como recién nacida. Incluso me llegó a decir:
Yo sólo sé que estoy aquí, y veo que unos vienen, otros van, yo no los conozco de nada; pero no sufro, estoy tranquila. Soy como una montaña quieta y sorteada por las nubes. Nada me inquieta. Tampoco, mi vida pasada. Lo único que me importa, es que me queráis, que estéis conmigo.
Tal vez mi amiga, hoy es más libre que nunca. Suelta, como el viento del desierto sin nada, rastrojos o escudos que la retengan. Y es que somos prisioneros de la memoria. El recuerdo es como esa puerta a todas horas abierta, con los ojos siempre encima de nuestra limitación y circunstancias, encerrados en la habitación de nuestra cuadrada existencia. Rotos los barrotes del recuerdo, andamos perdidos. Y es que perdido y libre, como ido y alado, pájaro y nido, vienen a ser lo mismo. Y ahora desde aquí, separados por el río de la ciudad, me imagino a mi amiga fresca y lozana, comiéndose a todas horas siempre la misma y nueva manzana.

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