lunes, 21 de abril de 2014

Desierto lunar



Conforme desde La Alberca subo hacia las alturas estériles de La Cresta del Gallo, la vegetación se trastoca. Y el verde sembrado de pinos, asustado, desaparece ante la soledad más abrupta. Siempre pensé en el vacío en términos de inexistencia comprobada: las gradas desiertas de un estadio, una botella llena sólo de aire, la cama de un matrimonio estéril, la higuera maldita, una campana sin badajo, un cero pelado. Hasta ahora la nada fue para mí un conjunto repleto sin contenido. Nunca había visto yo el vacío en la agitación tumultuosa de un desierto salpicado de erupciones calcáreas.

Chicharras escondidas alborotan con su algarabía la calina de la tarde. Ni una chispa de aire. Delante, un agreste triángulo de pequeñas colinas romas. El sol aplasta impertérrito con baños de plata los senos incandescentes de las montañas. Todo este erial de peñascos continuados, en otro tiempo, puede que fuera fértil fondo de un mar gigante. Un monstruo sediento disecaría de un sorbo estos antiguos arrecifes de corales. Y todo quedó convertido en un desierto lunar al descubierto. Pequeñas lomas enardecidas como verrugosos pechos ardiendo bajo el tórrido calor de la escalada. Pezones tortuosos se deslizan fríos, desde lo alto, trazando arrugas acartonadas, escurridizas, sin color ni pasión. Montones de estaño estriado, esculpido por el carraspeo despreciativo de un sol abrasador. La dureza de estas rocas de vegetación desolada carecen de rigidez y tensión. Dunas sometidas al escarnio humillante y masoquista de unos vientos engreídos, caballos salvajes al galope, latigazos polvorientos, que convertido dejaron en grises arenales antiguos paraísos subacuáticos.

Lo que otrora pudo ser un floreciente fondo marino, plagado de vistosas madréporas y arenques refulgentes, esta tarde, se ofrece como páramo malogrado de esperanzas. El doctor Jekyll y el señor Hyde llevado al estado de la orografía más dual y paradójica.

Demonios turbulentos remueven líneas, planos, aire, polvo y tierra, configurando espectros llenos de fracasos y carbones fosilizados. Nunca hasta hoy había visto yo el vacío representado bajo formas de cantidades, ocupando volumen y espacio. La voz inaudita, el círculo cuadrado, lumbres refrescantes, el sol sacudiendo sus alas de nieve sobre la embocadura incandescente de volcanes diluvianos. Las numerosas colinas achatadas en su cristalización original rebullen aridez zarandeándose en el lodazal de su monotonía, la atonía de mi imaginación paralizada.

Con ser tan variada la configuración anodina de estos montes, su conjunto ¡es tan poco revelador! Como si dentro de la nada existieran dos categorías. Una, el caos o la nada desorganizada y confusa; y la otra, el vacío o la ausencia de todo. La nada caótica es la que reverbera contaminando este paisaje aburrido y pelado donde sembrar un pequeño grano sería como sofocar el fuego con gasolina. Aún, a pesar de todo, aquí se mastica la nada.

El ruído de las cigarras persiste con su incesante murmullo desgarrador. Este mar agitado de pretenciosas montañas hierve en el agua burbujeante de sus invisibles calderas invertidas y de frigidez atestadas.

Junto a la piedra en la que ahora esto estoy sentado, veo de pronto un par de estos insectos que abandonan la pesadez chirriante de sus antiguos cuerpos. Y en juego acompasado, alrededor de una pelicular vaina, se abrazan acaramelados en este inhóspito desierto lunar, junto a una vieja casa de paz y silencio, de Oración, los senderistas la llaman.

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