(A raíz del libro El amante,
lectura sugerida por Deletreados)
lectura sugerida por Deletreados)
No pretendo ser exhaustivo. Aunque
quisiera, no lo conseguiría. Tan sólo me hago eco de algunas ideas
relacionadas con la fotografía, la escritura y la inmortalidad,
-muchas, sin conexión-, y que más me han impresionado durante la
agradable lectura de El amante. Marguerite Duras me seduce por
su manera íntima, original con la que escribe su vida. La
historia de mi vida no existe... Sé que más tarde escribiré... Muy
pronto en mi vida fue demasiado tarde.
La del carmín rojo oscuro de aquel
tiempo cereza me seduce sobre todo por su sensualidad:
Ese equilibrio entre la estatura y
la manera en que el cuerpo sostiene los senos, fuera de él, como
algo aparte. Nada más extraordinario que esa redondez exterior de
los senos sostenidos, esa exterioridad dirigida hacia las manos.
La ganadora del Goncourt literariamente
me atrapa por su jugar con el tiempo. La autora habla en pasado, de
su vida anterior, y de pronto vuelve al presente retrotrayendo al
lector con esa fuerza imperiosa que rescata el ayer, como si fueran
piezas de un espejo único y cuyas fisuras se desdibujan dándole a
la vida una cohesión ajustada puntual y ovalada.
Sobran mis impresiones. Con traer aquí
algunas de sus citas entrecomilladas, será suficiente. Así mis
palabras no emborronarán la frescura de su decir vívido y directo.
Escribir para ellos era un acto
moral. Escribir ahora, se diría que la mayor parte de las veces ya
no es nada.... Ir en pos de la vanidad y el viento, escribir no es
nada... escribir no es más que publicidad.
Varias veces Marguerite alude al hecho
de la fotografía en su novela. Por su significación y simbolismo,
tanto como por el concepto de sustitución y ausencia que una
fotografía conlleva, su insistencia no es meramente casual. Algunas noches de copas hasta la madrugada con Lacan por el París de entonces, así me lo confirman.
Pudo haber existido, pudo haberse
hecho una fotografía, como otra, en otra parte, en otras
circunstancias. Pero no existe. El objeto era demasiado
insignificante para provocarla. ¿Quién hubiera podido pensar en
eso? Sólo hubiera podido hacerse si se hubiera podido presentir la
importancia de ese suceso en mi vida, esa travesía del río.
Pudo también haberse escrito. Y así
se hizo. La escritura pudiera incluso haber reemplazado al alcohol, a
la función de Dios. No en vano Dio quiso reencarnarse en las
Escrituras, en los Evangelios. Y de aquí, la comparación obligada
entre escritura e inmortalidad. No conozco a Dios, por tanto no sé,
si la función de escribir podría suplir mi frustrado deseo de
eternidad; lo que sí puedo afirmar, es que escribir da alas a los
que lo hacen. La virtud de la escritura es rescatar del olvido lo
vivido, y así escribir es como restaurar, ensamblar, sacar del fondo
de la memoria lo que un día perdimos al iniciar un viaje, atravesar
un río, o tras sufrir una desgracia.
Debe tener la fotografía un extraño
talismán. Ningún enamorado prescinde de ella. Los abuelos la
llevamos en nuestra cartera para perpetuarnos, presumir de nietos
delante de los amigos. Los jóvenes las almacenan en sus móviles
como joyas de sus conquistas "rescatadas". Y hasta otros se
enzarzarán en guerra por una simple fotografía. ¿Y que no decir
del vudú y de las agujas clavadas en partes determinadas de una foto
para inferir todo tipo de desgracias en el enemigo?
Y hablando de fotos, recuerdo, (yo
también), y ¿quién no? en mis tiempos de adolescencia, la primera
fotografía de la que estuve verdaderamente enamorado. Y sigo
estándolo, porque por mucho que he rebuscado por rincones y cajones,
aquella foto nunca hasta hoy apareció. Esa foto la perdí. La he
buscado durante más de 60 años. No la he encontrado, como tampoco
podré recuperar mi juventud envanecida y perdida. Perdida
precisamente en aquella foto. ¡Ay si yo la encontrara, tal vez como
Marguerite, a la luz de aquella foto, podría también escribir mi
biografía. Y así al menos cauterizaría las heridas de su ausencia.
Catarsis del escribir terapéutico.
Pues, mientras tenía lugar, aún se
ignoraba incluso su existencia. Sólo Dios la conocía. Por eso, esa
imagen, y no podría ser de otro modo, no existe. Ha sido omitida. Ha
sido olvidada. No ha destacado, no ha alcanzado su punto álgido. A
esa falta de haber sido tomada debe su virtud, la de representar un
absoluto, de ser precisamente el artífice.
Recuerdo que la foto, en blanco y
negro, me la hizo un compañero. Y precisamente junto a un río, el
Segura, también junto a un puente (el de los Peligros). Los ríos
madre de toda la vida, de los pueblos milenarios, los ríos, viaje y
andadura, divisoria, trayectoria determinante, y siempre metáfora
manriqueña de nuestro fluir efímero.
Y ese aspecto que mi madre tenía en
la fotografía del traje rojo era el suyo, era ése, noble, dirían
algunos, y algunos otros, desdibujado.
Escribir es, para M. Duras, poder desvelar la realidad. La realidad, si no se traspasa al papel, a
la imagen, a la fotografía, muy difícil nos será descubrir su
completa esencia. Y parodiando a Parménides ¿Es inmortal la
esencia?
Los rostros se preparaban del mismo
modo para afrontar la eternidad, aparecían engomados, uniformemente
rejuvenecidos.
Siempre me sorprendió entrar en una
casa y ver en el aparador del salón las innumerables fotos de toda
la familia. Hileras de fotos superpuestas sobre el mármol del mejor
mueble, en el altar de la casa. Una cadena de generaciones en papel
cliché moteado de cagadas de moscas, tratando de cercar en vano a la
inmortalidad por los cuatro costados de su inasible eternidad.
Y para concluir: la
última cita con motivo de la muerte del hermano menor de Marguerite,
su preferido, su mártir, con quien ella iba a la caza de la pantera negra y se
bañaba en el río:
Habría que prevenir a la gente,
enseñarles que la inmortalidad es mortal. La inmortalidad no es una
cuestión de más o menos tiempo, no es una cuestión de
inmortalidad, que es una cuestión de otra cosa que permanece
ignorada... La inmortalidad había sido encubierta por el cuerpo de
ese hermano mientras vivió y nosotros no comprendimos que era en
aquel cuerpo donde la inmortalidad se hallaba alojada. El cuerpo de
mi hermano estaba muerto. La inmortalidad había muerto con él.
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