domingo, 2 de diciembre de 2012

A simple vista




Terminé de leer La carta robada llevado de su nombradía, más que por el placer que su lectura me negaba.

Referencias no venidas al caso parecían ser dichas por Allan Poe para impresionar al lector con su erudita ilustración libresca. No en vano, el relato transcurre en una biblioteca o gabinete de estudio.

La pretensión de todo cuento, lejos de pedanterías y elucubraciones ensayísticas, debiera ser precisamente la no pretensión, es decir, su llaneza, su simplicidad y fácil lectura. Su estilo y estructura, sencillo, continuado, sin paréntesis largos que distraigan. Hacer entendible y creíble lo complejo, sin que apenas me dé cuenta. Mantener la emoción y el interés constante ante la sorpresa inminente son las condiciones indispensables que yo le pido a un relato; amén, por supuesto, de su arte literario. Como simple lector, esta calidad crítica la siento y la mido según el grado de placer y liberación que la obra en concreto me produce.

Y nada de ello, conforme leía La Carta, veía, ni sentía. O tal vez yo careciera del don, la rebeldía o el lirismo que se requiere para entender que dos y dos no son cuatro. O lo que es lo mismo, que no estaba yo en ese momento para atar moscas por el rabo. Sí, reconozco el suspense, propio del género policíaco, pero no diluido, entrecortado, entre tanta ecuación y experimento de laboratorio. Si en un principio no abandoné su lectura, tal vez fuera porque a veces me dejo llevar por el resplandor de la celebridad de un nombre, más que por su significación y valía.

Pero doy gracias haber llegado hasta el final. De lo contrario no hubiera podido notar lo que a mi entender Poe trataba de transmitirme. Y si me aburrió aguantar párrafos cargados de formulaciones y principios físicos y matemáticos, en el cómputo general bien mereció la pena su lectura.

La carta robada es como uno de esos fármacos de efecto retardado. Y sentí su virtud y poderío, luego de haber este cuento dormido varios días conmigo.

Concretamente fue la otra tarde. Había yo perdido las gafas. Rastreé todos los rincones de la casa donde habitualmente las dejo, cuando por algún motivo tengo que quitármelas. Y luego de un largo rato de búsqueda inútil, al ir a coger en el cajón de la cómoda las servilletas para la cena, me vi en el espejo del aparador con las lentes puestas.

Cuando leí Los crímenes de la calle Morgue, ya había subrayado entonces aquella frase, que aquí subyace a través de todo el relato: La verdad de las cosas no siempre se encuentra en el fondo de un pozo. La tenemos tan cerca de nuestras narices que no advertimos su presencia. Y lejos de laberintos torcidos, vericuetos ilustrados y colaterales, me quedo con ese deseo de aprender a mirar diáfano, inocente, casi intuitivo y clarividente que La carta robada de Allan Poe entre ceja y ceja me ha metido.Y me pregunto cual hiciera aquella maestra zen de Brihuega: ¿por qué unos ven y otros miran y no ven?

Al margen de la infidelidad matrimonial, del intrigante cotilleo verbenero, de cuernos de Borbones, Luises o Napoleones, lo importante para mí, tras esta lectura, ha sido redescubrir la simplicidad como camino, no sólo de investigación, sino también de ética y comportamiento. Aunque llegar a esa visión facie ad faciem, cara a cara, de la que hablan místicos y poetas, eso es otra historia.

Y para no ser más engorroso, ya me callo. Seguiré el consejo de Séneca tan bien traído como incipit de La carta de Poe: Nihil sapientiae odiosius acumine nimio. (Nada es más odiado de la sabiduría, que el exceso de cacumen).

Sé que existen otras lecturas más exhaustivas, sicológicas, incluso míticas, políticas y ocultistas. Pero para eso están mis buenos amigos deletreados, de quienes aprendí un montón la otra tarde en la Azotea.

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